El cacerolazo y el temor a Dios en el mundo al revés

El cacerolazo ocurrido recientemente en Buenos Aires y en el interior del país constituye un elemento nuevo en la coyuntura política que no puede ser ignorado. Pensamos que para comprenderlo es necesario adentrarse en el laberinto del “mundo al revés” que caracteriza la política argentina, haciendo visibles las relaciones de fuerza entre distintos sectores sociales y sus reverberaciones sobre la legitimidad política.

El cacerolazo fue una expresión autoconvocada de disgusto social que puso en evidencia la incapacidad de los partidos políticos de oposición para expresar el descontento social. Fue precedido por mails en cadena instando a ganar la calle. Fue también el resultado de una campaña sistemática –de los medios de comunicación más poderosos y de los intelectuales y partidos de oposición– para imponer un relato basado en técnicas de desinformación destinadas a ocultar la actual estructura de poder en la Argentina. Esta última se caracteriza por el control monopólico y oligopólico que unos pocos grupos económicos tienen, tanto sobre la producción y comercialización de bienes de importancia estratégica para el conjunto de la economía como sobre la emisión de valores, símbolos y mensajes que cristalizan en una determinada interpretación del pasado y del presente destinada a legitimar dicha estructura de poder.

La narrativa de oposición usa un discurso basado en verdades a medias, en la tergiversación de los objetivos del Gobierno, en el ocultamiento de los hechos y en la profusión de mentiras. Persigue, así, el ocultamiento de las raíces del poder e impulsa el reinado del “mundo al revés”, un mundo donde las causas de los fenómenos desaparecen, donde los intereses económicos y políticos de los actores sociales se invisibilizan, donde el conflicto principal se oculta tras el retumbar de conflictos secundarios que no cuestionan la estructura de poder. El mundo al revés produce la fragmentación al infinito de los actores sociales y su embretamiento en luchas parciales que multiplican las divisiones y el sectarismo. Persigue además la confusión de estos actores sociales respecto de lo que es importante y lo que es secundario; su cooptación en defensa de intereses que son antagónicos a los suyos; su identificación con valores y pautas de consumo que son un mero espejismo del nivel de consumo de los poderosos, un consumo vedado para la mayoría de la población que vive de sus salarios. Pero no todo es blanco o negro y el mundo al revés también se reproduce por otros medios, entre los cuales queremos destacar aquí el propio funcionamiento institucional y algunas acciones y prácticas de actores sociales que, paradójicamente, intentan introducir cambios en la propia estructura de poder. Así, más allá de las intenciones, el mundo al revés se alimenta también de la desinformación oficial, la falta de transparencia de los actos de gobierno, la corrupción, la prevalencia del interés inmediato y las luchas sectoriales. Interesa entonces analizar el cacerolazo desde la perspectiva de algunos de los múltiples factores que contribuyen al reinado del mundo al revés y su consecuencia: un sectarismo que, cual lava volcánica, se desparrama por la sociedad.

El relato opositor se sintetiza en la consigna: “basta de autoritarismo, inflación, corrupción e inseguridad” y su secuela es: “Fuera los K”. Valgan aquí unos pocos ejemplos del uso de la desinformación: la voluntad oficial de permitir el voto de los jóvenes mayores de 16 años se presenta como un intento “fascista” de asegurar el éxito oficial en las próximas elecciones. No importa que un análisis serio muestre que el voto de los jóvenes no significa necesariamente un voto por el kirchnerismo y que, de ocurrir esto último, su influencia sobre el resultado final sería ínfima. Esto no se dice. Otro ejemplo: la ley de medios se presenta como el avasallamiento de la libertad de expresión. Sin embargo, esta ley busca desmembrar a los grupos monopólicos que hoy controlan a los medios de comunicación. Esto último se ignora. Se acusa al Gobierno de aplicar la lógica de “si no sos mi amigo, sos mi enemigo”, pero todos aquellos que piensan distinto a lo que expresa el poder mediático exponen el “pensamiento K” o “están a sueldo del oficialismo”. No hay medias tintas.

En los últimos tiempos, esta campaña mediática se ha radicalizado. En esto seguramente ha incidido la decisión de la Corte Suprema de no hacer lugar a la cautelar que intenta obstruir la implementación de la ley de medios así como también la estatización de YPF, la aplicación de nuevas medidas destinadas a profundizar el control de cambios, la fiscalización de impuestos y la orientación del crédito privado hacia el sector productivo. Súbitamente el relato opositor encontró una nueva bandera de lucha: el miedo a la persecución ciudadana. Una frase usada por la Presidenta en una videoconferencia reciente: “Solamente hay que tenerle miedo a Dios, y a mí en todo caso un poquito” fue sacada del contexto en que fue dicha –el control de la gestión de los funcionarios del Poder Ejecutivo a fin de evitar actos de corrupción– y “pegada” al relato del autoritarismo. Se ocultó así su verdadero significado y la inminente persecución de los que piensan distinto pasó a estar a la orden del día. ¿Pero qué dijo CFK en esta oportunidad para levantar tamaña polvareda? Simplemente corrió por un instante el velo que oculta a la estructura de poder. En efecto, por un lado explicó su uso legítimo de la cadena oficial para explicar los logros de su gobierno debido a la existencia de un control monopólico e ilegítimo de la información, y aludió al próximo fin de esta situación. Por el otro lado, respondiendo a las críticas del presidente de una empresa multinacional argentina respecto de la falta de competitividad de la economía, la pérdida de rumbo de la gestión oficial y el alto nivel de los salarios argentinos, CFK recordó el origen del monopolio de esta empresa basado en la compra a precio de chatarra de la empresa estatal Somisa durante la era de las privatizaciones. Señaló la protección que el Estado ha brindado y brinda a este grupo empresario, las enormes ganancias que el mismo ha realizado y realiza y la decisión de su gobierno de no hacer del salario una variable de ajuste. Por último, CFK cuestionó la conducta de los grandes grupos económicos que –en connivencia con el Fondo Monetario Internacional– han impuesto a los gobiernos argentinos las políticas que los benefician.

Pareciera entonces que el miedo al autoritarismo de CFK es en realidad el miedo de ciertos sectores a la pérdida de lo que consideran su “derecho inmanente” a controlar al Estado. Desde nuestra perspectiva, lo que está entonces en cuestión es la visibilidad de las raíces del poder económico y político y la posibilidad de utilizar al Estado para imponer cambios en la estructura de poder. Hoy en día el conflicto político más importante es el que se opone a aquellos que reivindican el poder de los monopolios y su derecho a reproducir su control sobre la sociedad y aquellos que intentan cuestionar esas relaciones de poder impulsando un desarrollo con inclusión social, integración nacional y democracia. Uno de los objetivos del relato opositor es ganar para su causa tanto a aquellos que no votaron a este gobierno como a los que se perjudican con la inflación. En el cacerolazo participaron muchos segmentos de la clase media juntamente con los sectores de mayores ingresos. Expresaban así su repudio a un gobierno que supuestamente los perjudica y al cual probablemente no votaron. Más allá de cómo estos sectores perciben la política oficial, o de su participación en el boom del consumo de los últimos años, o de que estén o no cautivos de un “sectarismo gorila”, es indudable que la mayoría de la población se perjudica con la inflación. Esto remite a la necesidad de hacer sintonía fina con las políticas del Gobierno, analizándolas desde la perspectiva de su contribución –aunque sea involuntaria– al reinado del mundo al revés.

No se puede ignorar ni minimizar la inflación cuando ésta es en primera instancia consecuencia del poder monopólico y oligopólico ejercido por ciertos grupos económicos sobre segmentos estratégicos de las cadenas de valor y de la comercialización interna y externa. Este poder es lo que permite que estos grupos sean “formadores de precios” y tengan así un poder ilimitado sobre la determinación de los precios. En este sentido, el Gobierno no ha hecho pleno uso de los recursos que tiene para controlar el abuso de la posición dominante en el mercado. Asimismo, a través de la Secretaría de Comercio Interior ha entablado desde tiempo atrás “negociaciones” con algunos grupos empresarios para evitar la suba de precios. Estas negociaciones no han logrado su objetivo. Por otra parte, recientemente se han tomado medidas tendientes a reforzar el control cambiario y la fiscalización de impuestos. Si bien es imprescindible impedir la fuga de capitales y la evasión impositiva, la racionalidad económica y política de las últimas medidas –y de su forma de aplicación– debería de ser analizada y explicada a la sociedad, especialmente cuando estas medidas tienen por destinatario a vastos segmentos sociales que no “mueven el amperímetro” en la fuga de divisas y son a su vez víctimas de un sistema tributario heredado del Proceso militar, un sistema que es altamente regresivo.

La forma en que el Gobierno enfrenta a la inflación es decisiva para la legitimidad institucional y política. El voto es una fuente indiscutible de legitimidad, pero no debe ser la única. Sobran los ejemplos de anquilosamiento de las democracias electivas y del impacto que esto tiene sobre los partidos políticos, las instituciones y la inclusión social. Por eso es necesario recrear la legitimidad todos los días, trasparentando los actos de gobierno y revisando su eficacia para el logro de los objetivos propuestos. También es necesario impulsar la democracia dentro de los partidos políticos y sindicatos a fin de garantizar su representatividad. Más aún, es imprescindible crear nuevos canales institucionales que permitan la participación organizada de la ciudadanía en la lucha contra la inflación, en la discusión de políticas y en el control de gestión. Esto permitirá profundizar la inclusión social, articular alianzas con otros sectores sociales y reproducir la legitimidad política. El mismo principio de participación debe aplicarse en relación con otros problemas que erosionan la legitimidad: la inseguridad y la corrupción. Esta participación ciudadana debe darse “desde abajo hacia arriba” para llegar a las distintas instancias de gobierno: municipal, provincial y nacional. Esto implica recorrer un largo camino. Pero el solo hecho de empezar a caminar en esta dirección permitirá arrojar un haz de luz sobre las tinieblas impuestas por el mundo al revés creando nuevas fuentes de legitimidad política que permitirán consolidar lo ya logrado –que no es poco– y profundizar la inclusión social, la integración nacional y la democracia.

 

Por Mónica Peralta Ramos

Socióloga, autora de La economía política argentina. Poder y clases sociales.