El problema es que la gente quiere ir hacia el futuro y yo quiero ir hacia el pasado.
Lo que ocurre es que en el futuro no tengo a nadie a quien admirar. Y en el pasado tengo todas las cosas que admiro y con las que me identifico. En ese mundo pasado, que hace a mi esencia como persona en las diferentes etapas de mi vida, tengo una nostalgia extraordinaria de un pasado que me hubiera gustado vivir.
Imagino distintas épocas. Una de ellas es la del Buenos Aires del 900, más precisamente en el 1940-45. En ese mundo que está habitado por los poetas del tango. Por barrios orilleros. Por boliches que yo todavía, cuando encuentro alguno que sobrevive al menos parecido a los de esos tiempos, me da la posibilidad de un tránsito por un enorme disfrute espiritual. Como si caminara por ese espacio, reconociéndome en esquinas, boliches, fachadas, frentes, rejas, calles, empedrados propios de ese Buenos Aires, aunque yo no los haya habitado, ni siquiera en mi niñez. Definitivamente, soy un tipo que tiene melancolía de tranvía. De zonas como San Telmo, o como un Palermo más desteñido que el tenemos en la actualidad.
En ese ámbito, mis admiraciones, que tienen que ver con Celdonio, por caso. Al que ya a los 13 años me había aprendido. Y del que recitaba uno de los mil poemas que creí saber de memoria, que todavía persiste y me habita:
Abran cancha… y no se atoren que
hay pa’ todos y tupido,
tome nota la gilada que hoy da
cátedra un varón,
y aunque nunca doy consejos,
porque no soy engrupido,
quiero batir mi prontuario…
pa’ que sepan cómo soy.
En ese mundo, yo siempre veo como en una película, pura imaginación, a poetas de los de tango, reunidos en esos boliches. No me los imagino sentados en el living de una casa. En todo caso, los pienso de un modo que, por ahí, algunos de ellos, tenía un piano y uno venía con una letra y se juntaba con otro a buscarle la vuelta. Pero, sin duda, yo los figuro más y mejor, aunque no se corresponda plenamente con la verdad, sentándose en aquellos boliches, mirando hacia la calle donde pasaba un tranvía, desde donde se pudiera observar cómo brillaba el empedrado con una lluvia. Un sitio en el que de vez en cuando aparecía un personaje marginal, con sombrero, por ahí con un facón atravesado en el cinto, en la espalda.
Y mientras uno de esos tangueros había traído una letra recién imaginada, el otro le aplicaba el silbido que luego se convertiría en la música que sería admirada por décadas y décadas.
De ahí viene una romántica manera de imaginarme a Discépolo y a Cadícamo frente a frente en una creación genial. O a Manzi encontrándose con Piana y dándole forma a un tango. De ahí viene también mi idea de que, a lo mejor esa misma noche, se lo estaban llevando a un cantor, se lo acercaban casi en secreto a un boliche en el que además había milonga, que estaba de moda, y que ese cantor lo interpretaba, le daba su impronta inaugural, que estrenaba ese tango para ver cómo le caía a la gente.
De ahí viene con una potencia inusitada Malevaje. Me lo imagino salido de esas callecitas a la media luz, de sus empedrados irregulares. Me permito proyectar una voz recia que lo entona por primera vez y una pareja que le rindió el primer arabesco de su historia, al tiempo que ese verso cruzaba la pista.
El malevaje extraña’o,
me mira sin comprender…
Me ve perdiendo el cartel
de guapo que ayer
brillaba en la acción…
Ese tangazo que tiene que ver con la decadencia natural de los hombres, que hace a lo que es la edad del tanguero, que aunque a los 20 años ame el tango, a los 60 es un hombre con una historia recorrida mayor de la que tiene por delante y que por lo tanto luce con muchas menos posibilidades físicas de ser lo que fue, ya sea como bailarín, como futbolista, como amante, sobre todo en esa época, donde se envejecía más rápido, no cómo los de ahora que pueden ser extraordinariamente jóvenes a esa edad. De ese tiempo se corresponde la letra de Malevaje que tiene que ver con la decandencia, asumida melancólicamente, por un hombre. Un tiempo en que los hombres ya no se sienten tan atractivos, que no tienen la posibilidad de seducir. Como decía Bioy Casares, en un pensamiento que a mí me cautiva, se daba cuenta que había envejecido cuando las mujeres que le gustaban, ni siquiera lo miraban. Se había vuelto invisible para ellas. Me parece una frase llena de melancolía de un gran seductor como era Bioy, que no entronca plenamente en esta historia, pero explica Malevaje a su manera.
Y así continúa desando la película de mi imaginación, en aquella noche iniciática del tango, noche mágica, única, cuando la estrofas volaron por primera vez, mientras muchos otros se acodaban en una mesa, y sacaban a una mina a bailar, se escuchaban unos buenos tangos y ahí trascurrían sus vidas, siempre en un mundo donde no tenías las aperturas y las complejidades del de hoy. Donde las cosas tenían un color más nítido y más propio, y no como ahora cuando las cosas pueden ser siempre tirando al gris porque no sabés definir con qué color se corresponden verdaderamente, en historias que para mí no tienen las verdades que tenían las formas de vivir de ese tiempo.
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