Después de una persecución de cuatro años, a Gabriel García Márquez lo tenía a una distancia de noventa metros. Pero faltaban todavía seis horas para que pudiera suprimir esos noventa metros y atravesar el umbral de su casa ocre en Cartagena. Apenas seis horas para saber que su organismo era cierto. Pero seis horas pueden volverse una eternidad intolerable. Y entonces uno quiere matar el tiempo, justamente ese tiempo huidizo y codiciado que desde Adán y Eva nos hace decir “cómo se pasa la vida”, “pero si parece que fue ayer”. Con el diablo en el cuerpo, mordido por la impaciencia y el pánico, le dije a mi compañero fotógrafo, Jorge Luengo, que nos iríamos acercando de a poco a García Márquez. De a poco, hasta que la entrevista imposible fuera tan cierta como ese hombre flaquito que allí en la esquina lavaba un auto importado.
Crucé la angosta callecita en dirección a la última casa, la del murallón ocre. Al llegar, disminuí el ritmo de mis pasos. Seguí avanzando, mientras rozaba el muro con los nudillos de mi mano izquierda. “Bueno, algo es algo, estamos tocando la casa en la que ahora está escribiendo el hombre que alguna vez se animó a descifrar los pulsos de cien años de soledad.” El reportaje, de cualquier manera, ya había comenzado: tocando el muro de su casa. Después, doblé en la esquina hasta llegar al muro siguiente, de piedra, el de una escuela primaria. Y decidí ponerle oreja a un coro de niños cuyas voces, en ese preciso instante, también estarían siendo escuchadas por el premio Nobel, mientras escribía sus palabras de cada día. Las voces niñas desgranaban a coro las famosas vocales: “Con A con A con A ¡con Alegría!… Con E con E con E ¡con Entusiasmo!… Con I con I con I ¡con Ilusión!…”.
Volví sobre mis pasos, y empecé a rozar el muro ocre con los nudillos de la otra mano. Para que esa mano se fuera haciendo a la idea de que dentro de unas horas iba a estrechar la del escritor–cazador de milagros primordiales. Al llegar a la esquina encontré otra vez al hombre tan flaquito, ahora en cuclillas, refrescando su torso y su cabeza con el agua que le sobró en un tarro. Hice bien en ponerme a conversar con él:
–¿Mucho calor?
–Pero claro que sí. Soy el lavacarros de la calle Stuart de este barrio de San Diego. Wilson José Gómez me llamo y me dicen, y tengo 26 años y llevo 18 andando. Lavo y cuido carros para ganarme el diario y pagar mi hotel.
–Wilson, ¿qué significan los tatuajes de sus brazos?
–En este brazo tengo dos caras. Una es la cara de mi madre y otra es la cara de mi padre. La cara de dos lágrimas, pues es la de mi madre. Ella lloraba tanto por mí cuando yo me fui de la casa a los 8 años, cansado de que mi padre discutiera con mi madre. La cara de la lágrima sola es la de mi padre, porque poco lloraba mi papá por mí; él no le paraba bolas al hogar ni nada de eso. Él no estaba sino peleando a mi mamá. Por eso me fui yo de la casa. En mi otro brazo están las iniciales de mis dos hijas y de mi mujer. A todas las quiero yo, mucho más que lo que mi padre, que ya está muerto, me quiso a mí.
–Wilson, usted hace su trabajo a menos de una cuadra de la casa de Gabriel García Márquez. ¿Lo conoce?
–Sí, pues. Ya lo conozco año y pico. Él viene por aquí de vez en cuando, se está una semana y se va. No anda en carro por aquí, anda por sus pies, por ahí, caminando.
–¿Ha hablado alguna vez con él?
–Uff, muchas veces. Él es ése al que le gusta andar preguntándole a la gente.
–Y a usted, ¿García Márquez qué le pregunta?
–Como soy del interior, un cachaco, don Gabriel me pregunta que cómo me va con el trabajo y todo… Y me pide que le cuente más de todo anécdotas. Porque él es ése que quiere saber cosas que le pasan a uno en la vida. Sí sí, como le digo, es uno al que mucho le gusta el preguntar… A raíz de eso yo creo que debe ser que él inventa los libros… Él hace sus libros, claro, con las historias de la gente que conoce y con anécdotas de él también, me imagino.
(Hice bien, nuevamente –enseguida veremos por qué–, en ponerle oreja a los chicos de la escuela y a este tan flaquito lavacarros, que con candor arrasador se siente también hacedor de los libros de un tal Gabriel García Márquez.
La eternidad de esas seis horas insoportables queda atrás. A las cinco menos dos minutos de la tarde tocamos el timbre. A las cinco en punto Gabriel García Márquez abre la puerta de su estudio. Una computadora de pantalla vertical, pocos papeles sobre su escritorio, varios disquetes, muy a la mano media docena de diccionarios. A su derecha una biblioteca; más allá, cuatro sillones con fantasmales fundas blancas; enfrente, un ventanal que da directamente al mar. Bigote muy bien recortado, pantalón beige claro, camisa afuera del mismo color, zapatos blancos, sin medias; una agenda y una lapicera en el bolsillo de su camisa. Empieza confesando su difícil convivencia con esta casa suya, no hace mucho construida:)
–Aquí estoy, en esta casa que tengo que amansar como un par de zapatos nuevos.
–Las casas toman semblante, dicen, cuando uno les siembra el aire con sus hábitos.
–Falta para eso. A esta casa la siento todavía como una escafandra, como una, digamos, armadura de acero. Dígame, ¿qué quieren tomar?
–Lo mismo que suele tomar usted.
–Yo tomo arsénico.
–Entonces no, García Márquez. Mejor nos cae el café.
–Bueno, dígame: ¿de dónde viene y para dónde va?
–Vengo de la Argent…
–Maruja (se refiere a Maruja Pachón, la protagonista de su libro Noticia de un secuestro) me dijo:«Aquí está, en Colombia». «Y bueno, que venga», le contesté. Usted se buscó a ella para que me pidiera esta entrevista. Usted se valió de una trampa que es mortal, y es que a Maruja no le puedo decir que no.
–Ah, entonces a veces hago las cosas bien. Después de mil gestiones intuí que Maruja Pachón podía ser la llave que me abriría su puerta.
–Si lo que quería era eso, ¡le salió bien!
–Lo noto… algo contrariado, García Márquez.
–Es que yo estoy, primero, contra las entrevistas. Segundo, tengo en el orden de diez diarias. Entonces le debo decir que no a todas. Y en Buenos Aires me han querido entrevistar y he dicho siempre que no. Me va a matar toda la prensa, que son mis amigos, además. ¿Y qué va usted a preguntarme…?, ¿sobre Noticia de un secuestro? Es lo que digo yo: me he hecho tres años para escribir el libro e inmediatamente lo leen rápido y vienen para que cuente el libro. Todos quieren que cuente el libro, ¡pero si ya lo escribí!
–No no no. Me gustaría conversar con usted según el azar nos lleve. Y sé muy bien que estoy profanando su tiempo. Pero yo, como usted, soy periodista y caigo en la tentación de atravesar umbrales ajenos.
–Es que el tiempo que me reservo para mí se me puede ir en entrevistas. Me despierto a las cinco de la mañana y leo hasta las siete, porque si no me deja el tren. Y ya no vuelvo a leer más. Me he puesto una gran rigidez para la lectura. Leo de 5 a 7 y, si puedo, hasta las 8. Durante los tres años en que escribí Noticia de un secuestro no pude ver sino documentos, inteligencia, hablar con gente, fatigado. Se me iban acumulando los libros en la mesa de noche. De manera que ahora estoy atrasado en tres años de lecturas. Y ya soy muy drástico; primero por falta de tiempo, segundo porque es bastante difícil encontrar un buen libro. Pero los hay.
–También lleva su tiempo buscarlos.
–Sí, porque los libros te buscan, pero uno sabe si el libro es bueno o no es bueno cuando ya lo termina.
–Muchos opinólogos dicen que con diez o quince páginas leídas ya se sabe si el libro vale o es una porquería.
–En novela es muy sencillo saberlo, pero es también muy difícil hacerle juicio. Son muy pocas las novelas que empiezan como La metamorfosis, de Kafka, que a la primera línea te agarra ¡así! y ya no hay nada que hacer. Entonces, que ninguna novela se puede juzgar por el primer capítulo y medio. Hay que leer, leer, hasta que de pronto ¡paf! la novela te agarra. No me quiero perder la cantidad de libros que se me han ido quedando. Después de mis lecturas, a las 8 me levanto y me siento a la máquina hasta las dos y media de la tarde.
–A escribir.
–A escribir. Y ahí no me pasan llamadas de ninguna clase. Lo cual es muy difícil cuando uno es colombiano, porque las noticias lo persiguen por el mundo entero y son noticias que uno no puede pasar por alto. A las dos y media almuerzo.
–¿Almuerza en serio, en castellano?
–La comida fuerte mía es la del mediodía. Desayuno nada: tomo un jugo, después como una fruta. Mi fuerte es el almuerzo, lo cual quiere decir que quedo adormilado.
–Siesta entonces.
–Mire, por gusto y prescripción médica y por todo, de siete a ocho de la tarde juego una hora de tenis. Que no es partido sino que voleo para sudar hasta el final. Es mi único ejercicio, porque si no pasaría el día sentado… A la siesta siempre tengo algo… siempre hay un argentino a las cinco de la tarde.
–Esto suena a poema, García Márquez.
–Verdad. Es muy buen título: Siempre un argentino a las cinco de la tarde.
–Finalmente, ¿cuántas horas duerme un premio Nobel?
–Seis horas. Uno va perdiendo minutos de sueño, y estoy ahora entre cinco y seis. Pero eso sí, me quedo dormido en cualquier parte. Durante el día soy como los perros: adonde puedo cierro los ojos y duermo un minuto, o dos, o tres.
–Ahora entiendo por qué anoche por teléfono me dijo que las dos horas para esta entrevista me iban a resultar excesivas, que nos sobraría tiempo. Usted se me duerme y adiós argentino a las cinco de la tarde.
–No sé, ya veremos. Esto que le he contado de mi tiempo parece muy angustioso, pero no, eso se vuelve también una rutina y no es angustioso. Lo que sí me resulta angustioso es que hay gente que ve mi agenda y me pregunta: «¿Pero cómo dices que no te queda ni un minuto si aquí tienes tres horas con nada?». Esas son las horas para mis amigos. Yo vivo de mis amigos, entonces tengo que reservar las horas de mis amigos como si fuera al dentista.
–Detalle esencial, el tiempo para sus amigos.
–Primordial.
–Claro, si nos quitamos la vereda y nos quitamos los amigos, la vida se vacía y ya no queda más nada.
–Ya: no queda más nada. Qué cosa con el tiempo: trato de explicarle por qué cuando yo digo no, es no, y cuando digo sí, es sí. Ahora te dije sí y no hay caso, no puedo dejar de pensar en todos a los que dije no… Pero dime una cosa: ¿cómo hacen en la Argentina con tantas revistas, con tantos periódicos, con tantos pero tantos periodistas tan buenos? Y dime otra cosa: ¿cómo andan las cosas por allí?
–Nuestro tema actual es la malaria, la desocupación. Otro tema que se nos pone de moda es el temor a que en poco tiempo suceda un golpe estilo Fujimori.
–Lo que pasó con Fujimori puede pasar en cualquier parte de Latinoamérica. Ahora, eso de la malaria en la Argentina es histórico ya. Pero cuéntame más.
–Los argentinos, creo que por primera vez desde que tenemos uso de razón, aceptamos que el hambre, concreto, también puede suceder entre nosotros. Que el hambre no es sólo cosa de los otros latinoamericanos.
–Pero bueno, menos mal que se han latinoamericanizado. Porque lo otro, lo de Europa, ya lo tenían. Los grandes estrenos de teatro se dan en Londres, Nueva York y Buenos Aires. Bueno, ahora se han latinoamericanizado. Y eso lo apreciamos mucho más ¡ja! A ver, cuéntame algo más de ustedes.
–A la fuerza ahorcan. Hemos tenido que aprender o aprender. Nos educaron en la creencia de que Dios es argentino y de que somos los mejores del mundo. Fangio, con sus hazañas, sin querer consolidó esa ilusión. Bueno, ahora empezamos a saber que no somos nada del otro mundo y que ser argentino es algo que le puede pasar a cualquiera.
–Bueno, en broma por supuesto, pero tratando de ser gráfico, dije alguna vez que los argentinos durante mucho tiempo no se sentían latinoamericanos y después del Che Guevara creen que son los únicos latinoamericanos.
–El más famoso y doloroso chiste sobre nosotros que circula dice que cuando un argentino se quiere suicidar, se sube a lo más alto de sí mismo, y se arroja desde su ego. Ese chiste se lo atribuyen a usted. ¿De verdad es suyo?
–Primera vez que lo oigo. La cantidad de citas mías que andan por el mundo y regresan a mí y que yo no he hecho… Otro chiste que me atribuyen es ése de que el ego es el pequeño argentino que todos llevamos adentro. Me lo atribuyen y creo que va a quedar como mío. Ya no puedo hacer nada contra eso.
–Le pasa por ser García Márquez.
–Sí, pero no debiera pasarme. ¿Sabe por qué? Porque yo soy muy cuidadoso con las cosas que digo. Tengo mucho cuidado de no decir o hacer algo que pueda dolerle a alguien. Porque no conozco yo a una persona a la que me gustaría hacer sufrir. Se lo digo con mucho orgullo.
–Singular su voluntad de ser bueno con los demás.
–Me da mucha tristeza cuando cuentan una cosa que no era así y que pueda hacer sufrir a alguien… pero cómo hace uno para recoger eso.
–No es lo que usted ha sembrado.
–No es lo que he sembrado pero estoy cosechando tempestades.
–Usted, además de fama, halagos y premios, deberá soportar oleadas de envidia.
–Tengo suerte de que la envidia no me llega… Mira, si yo leo cosa contra mí me duele muchísimo, muchísimo. Pero no me preocupo, porque sé que mañana me duele menos, pasado mañana mucho menos y a las cuarenta y ocho horas juro, por mi madre, que no me acuerdo.
–¿Tiene a su mamá viva? ¿Puede apretar el calor de su mano?
–Sí. Ella tiene 83, 84 años. Está aquí, en Cartagena. Ha estado muy bien hasta ahora, que ya me pregunta: “¿Y tú de quién eres hijo?”. Y me acuerdo de Buñuel que empieza sus memorias así. Un día me dice eso. A los dos días recuerda todo. Es como si tuviera un falso contacto… Hay momentos que se borra por completo, pero en otros momentos, en cambio, la memoria remota es como que se refina. El de mi madre es como un saco sin fondo al que he estado todos los días sacándole recuerdos; le he pedido todo el tiempo que me explique cosas de mi infancia de las cuales yo tengo ideas muy vagas… Todavía salen muchas cosas de ese saco. Y ahora salen más porque ya no las oculta, no tiene prejuicios.
–Es un manantial, su madre.
–Es un manantial, sí, muy bien… A mí me preocupa mucho, porque yo me considero un profesional de la memoria. Yo he vivido toda la vida de la memoria y empiezan ahora a olvidárseme los números de teléfono. Tengo una lista de caras y una lista de números, pero cuando los encuentro, no hay caso…
–No encajan. Será, García Márquez, que usted tiene la memoria llena, como a veces pasa con las computadoras.
–Es al revés: uno empieza a saber cómo funciona la memoria cuando conoce la computadora. Es como un disco duro, hasta que un día no se dio cuenta y lo llenó. Entonces todo eso que está en el disco duro está ahí para siempre y uno no lo olvida jamás. Pero después, como ya se llenó el disco duro, uno tiene que ir con los disquetes. Estoy en los largos años del disquete.
–¿Su mamá es de esas mujeres que hacen de comer en la casa?
–Ahora ya no. El problema de ella, casualmente, siempre fue ése. Primero, porque somos once, nosotros. Mi padre tuvo antes otros cuatro hijos; en total, somos quince o dieciséis hermanos.
–Suena curioso eso de quince o dieciséis.
–Hay uno que no está muy claro. Pero lo queremos mucho… Mira, tu pregunta me llamó la atención por esto: porque siempre para mi madre su drama fue el alimentar a tanta gente. Cuando fue posible, ya no quiso saber nada de eso. Nunca aprendió a cocinar porque nunca pudo tener el placer de la cocina. Hacía lo que podía. No estoy hablando de miserias, pero sí de dificultades.
–En la vida, ¿qué cosa pudo hacer plenamente su madre?
–Primero, ha sido una gran madre en el sentido de que fue una mujer de un carácter sumamente fuerte. Creó una especie de sistema planetario alrededor de ella. El que se le salió de órbita más rápidamente fui yo, y sin embargo, siempre volvía a ella en los años nuevos.
–Esto de las mujeres fuertes, alrededor de las cuales gira todo, es algo que me llama la atención en lo que vengo viendo de Colombia.
–Sabe, el que va a tener que hacerle una entrevista soy yo. Si usted quiere.
–García Márquez, podría ser. A las cinco de cualquier tarde. O a la hora que usted diga.
–Je, le haré la entrevista. ¡Eso sí que va a estar bueno!
–He notado que aquí mucha gente usa sólo apellido materno, por ejemplo, el famoso arquero René Higuitas.
–Desgraciadamente, el machismo es producto del matriarcado. Las mujeres duras hacen a los machistas. ¿Te acuerdas de las madres griegas? Decían: “Regresas con el escudo o regresas sobre el escudo”.
–Aparte de criar hijos, ¿qué otra cosa soñaba su madre?
–No tuvo tiempo… Era la niña rica del pueblo, hija única prácticamente. Hizo todos sus estudios completos, pero nunca tuvo tiempo para leer.
–Sobre sus libros, ¿qué decía?
–Era una lectora muy curiosa. Ella, el concepto que tenía de mis libros, es que todo eso que hay ahí yo lo he sacado de alguna parte. Identifica todo el tiempo. Y de repente: “Ah, aquí aparece mi compadre tal como si fuera marica, qué pena, si ve este libro se va a dar cuenta que es él”. Y me dice: “De mi compadre se decía eso, pero no era marica”.
–Entonces su madre se metía mucho en sus escrituras.
–Te cuento el caso concreto de la Crónica de una muerte anunciada, que es un episodio de la vida real. Hasta tengo demanda por daños y perjuicios. El problema de ese libro, para mi madre, es que a la madre de Santiago Nasar, cuando en la realidad vio que lo venían persiguiendo, nunca se le ocurrió que lo iban a matar a él sino que le iban a hacer un escándalo adentro de la casa. Por eso ella cerró la puerta, para que el escándalo sucediera afuera. Y lo mataron a su hijo contra la puerta. Cuando eso pasó, en 1950, yo era periodista en El Heraldo. Mi madre vivía en la casa de al lado. Cuando supo que yo estaba escribiendo sobre eso, me rogó que no siguiera mientras la madre de Nasar estuviera viva.
–Y el escritor, ¿le hizo caso a su madre?
–Yo le hice caso… Esta señora vivió muchos años; cuando murió, yo estaba en Barcelona, le hablé por teléfono a mi madre y le dije: “Voy a escribir el libro”. Mi madre me dijo: “Bueno, pero con mucho cuidado”. Lo escribí, lo publiqué y enseguida los periodistas agarraron el hilo, se fueron al pueblo y destaparon los nombres reales. Mi mamá me llamó por teléfono y me dijo: “Hijo mío, yo nunca te he pedido nada –cosa que me decía todos los domingos cuando nos hablábamos–, yo nunca te he pedido nada pero te voy a rogar que hagas recoger ese libro que está haciendo mucho daño a una familia que queremos mucho”. Y yo le dije: “Madre, hay un millón de ejemplares en la calle”. “Hijo, yo sé que cuando quieres, lo logras todo.” Un carácter fuerte el de mi madre. Y siempre comentándome al leer mis libros: “Esto no fue así, esto fue de otra manera”.
–En el fondo, su madre era periodista.
–Ella siempre luchaba a favor de la realidad.
–Entonces ha vivido muy mortificada, porque usted se dispara de la realidad con prodigiosa facilidad.
–Sabes, ella también se disparaba mucho de la realidad.
–De tal madre, tal astilla. Usted tiene a quien salir.
–Sí. Porque para nosotros la realidad no es la realidad concreta, escolástica, de que si usted se golpea aquí, se rompe la cabeza. Esa es la realidad, pero también la realidad son los muertos que salen, los desaparecidos, las magias, Dios, los milagros, todo, ¡todo! No hay una frontera. Se pasa de una cosa a la otra… Y mi madre vivió siempre, más que nadie, en eso.
–Su madre, entonces fue mucho más que una musa inspiradora.
–Ella fue siempre una consultora, inconscientemente. Pero yo no sabía hasta qué punto la consultaba… Por ejemplo, mira, los amores de El amor en los tiempos del cólera, toca los amores de juventud del telegrafista que toca el violín y se enamora de ella, etcétera, etcétera, etcétera. Todo eso son, literalmente, los amores de mi madre y de mi padre.
–No hemos hablado de su padre.
––l era un joven que llegó de telegrafista al pueblo. Era muy joven, muy coqueto, bailaba muy bien; entonces, sin tomar un trago –porque mi padre no se tomó jamás un trago de alcohol–, hacía la gran fiesta en el pueblo.
–Qué raro, un fiestero celebrador que no toma alcohol.
–Verdad. Ahora que me lo dices, caigo en la cuenta. Lo he sabido siempre pero no ligaba las cosas: el gran parrandero, el que armaba las fiestas, no tomó jamás un trago de alcohol, ni un cigarrillo. Jamás. Era mi padre de una mentalidad muy conservadora. También políticamente muy conservadora. Y mi madre en cambio era de una casa de liberales duros. Pero se enamoraron y fue una verdadera catástrofe. Esa novela yo la escribía aquí en Cartagena. Todas las tardes iba a hablar con mis padres, pero por separado, porque cuando estaban juntos armaban unos enredos y me confundían todo. Mi padre murió hace doce años. No alcanzó a leer el libro.
–Su padre, ¿qué pensaba de usted escritor?
–Jaaa… Bueno, primero él se inquietó mucho cuando yo tomé la decisión de no seguir estudiando porque quería escribir. Quería que tuviera yo el diploma que él nunca tuvo. A él no lo alegró tanto el premio Nobel. Lo que lo puso feliz fue cuando me dieron el doctorado Honoris Causa en la Columbia University de Nueva York. Era tajante y orgulloso. Sé las cosas que nunca me decía a mí, pero las hablaba por ahí. –l sí que era rectificador de lo que yo escribía. «Eres embustero, eres muy mentiroso», me decía, «porque la cosa no fue así, sino que fue así.» Y lo largaba en entrevistas, por televisión. Y yo le decía, «pero no te preocupes, si todos vivimos de esto».
–¿Alguna vez sus padres lo castigaron?
–No no. No, porque además yo no me crié con ellos. Me crié con mis abuelos. Mi padre era muy severo y mi madre muy indulgente y cómplice. Yo fumé desde los 17 años, una cosa muy grave entonces. Mi madre me daba cigarrillos a escondidas, aunque ella no fumaba. Es exactamente lo que hablábamos: ella era una mujer de carácter muy fuerte.
–Sí, en Colombia las mujeres son marcadamente protagonistas de la vida cotidiana. Si esto sale adelante, va a ser por las mujeres, ¿no cree usted?
–Yo creo que nos está haciendo falta una mujer presidente, pero hay que ver quién tiene esas posibilidades. Porque una cosa es ser mujer y otra cosa es que sea un buen presidente… Yo creo que para poder sacar a este país, se necesitaría el presidente más importante del mundo.
–Algo parecido decimos en la Argentina. Tendríamos que compartir ese presidente. A propósito de compartir: esta mañana, tanto como para acercarme a este reportaje, me puse a oír y a mirar por su barrio. En la esquina encontré a un lavacarros que tiene la novela de su propia vida tatuada en sus dos brazos. A ese hombre le pregunté por García Márquez y me dijo que usted “es ése al que le gusta andar preguntándole a la gente”.
–Es que yo no he hecho otra cosa en la vida ¡juaaa!
–Y a continuación me dijo que, a raíz de las cosas que él le cuenta, debe ser que usted inventa sus libros.
–Eso revela una identificación… Por lo demás, mis libros se agotan porque yo los compro. Siempre se sorprenden en las librerías de distintas ciudades porque yo ando comprando mis libros. Son para regalar a mis amigos. Pero los que compran mis libros los leen de verdad.
–Es cierto. Usted no tiene idea de la fruición con que se lo lee en la Argentina. Ya lo verá cuando vuelva a la Argentina.
–Posiblemente no vuelva más. Es que no me atrevo. No me atrevo porque sé que me van a matar. Matar de amor. Primero no podía ir a la Argentina por los militares; ahora no puedo por el exceso de amigos.
–¿Solamente por eso?
–El otro día publicaron en una revista que yo no iba a la Argentina mientras estuviera Menem ahí. Y me dolió mucho: eso no lo dije yo. A lo mejor lo pienso, pero no lo dije.
–¿Llegó a enterarse de que Menem declaró que leía las obras completas del inédito Sócrates?
–Hombre raro… Hombre raro Menem.
–También esta mañana, en el precalentamiento del reportaje, descubrí que aquí al lado hay un colegio primario. Los niños coreaban: “Con A con A con A ¡con Alegría!… Con E con E con E ¡con entusiasmo!…”. Me quedé prendido a la palabra entusiasmo porque es algo que, más allá de su literatura, me llama la atención en usted.
–¿Por qué lo dices?
–Porque mantiene un estado de fervor juvenil. Meterse con un libro como Noticia de un secuestrorevela una gran capacidad para complicarse la vida. En un libro así tiene mucho para perder.
–Ah no, lo que pasa es que esos riesgos me encantan. A ver si logro decir esto: los riesgos me encantan, pero no me meto en un riesgo si no sé que puedo salir de ahí.
–¿Cómo hizo en Noticia de un secuestro para no caer en la tentación de la literatura?
–Espérate. Un paréntesis. Después hablamos de eso. Te cuento del colegio. Yo no vivo aquí, vivo en un apartamentico de cien metros desde hace muchísimos años. Pero esta mañana me di cuenta que los niños estaban cantando coros ahí y me acordé que esto es una especie de destino, porque en Barcelona vivía exactamente así, al lado de un colegio. Y un día los muchachos me mandaron a decir que estaban sacando un periodiquito y querían hacerme una entrevista. A mí me dio, por supuesto, una gran ternura… Y la primera pregunta que me hicieron es la mejor que me han hecho desde que me están haciendo entrevistas: “Cómo puede usted escribir al lado de un colegio?”. Quedé patinado.
–¿Cómo puede?
–Yo siempre, cuando escribo, tengo las ventanas abiertas y entran ruidos y entran gritos y todo lo voy poniendo en la escritura. Todo eso me sirve para escribir. Todo lo que sucede es útil.
–Bueno, ya no le voy a preguntar cuál es la mejor pregunta que jamás le hicieron.
–Entonces me preguntarás cuál es la pregunta que nunca me han hecho y quisiera que me hicieran. Me las han hecho todas. Todas. Otro problema que tengo con las entrevistas es que, aunque me hacen preguntas que seguro ya me han hecho, yo trato de dar respuestas distintas.
–No le gusta repetirse.
–No, hombre. No me gusta que un día tú te encuentres con que ya había la misma respuesta antes. Yo no olvido que soy periodista.
–Haga de cuenta que los chicos del colegio de al lado le preguntan de dónde venimos y adónde vamos.
–Yo ya voy a cumplir 70 años y esa pregunta empieza a hacérsela uno en la recta final. Es curioso, tengo muchos amigos que están cumpliendo 70 años y uno no preguntaba nunca qué edad tenían. Es que a partir de los… ¡Santo Dios, qué te hizo el grabador!
–Déme un segundo, doy vuelta la cinta.
–¡Santo Dios, y se nos ha perdido para siempre la frase fundamental de la entrevista! Bueno, te decía que a partir de los 50 se celebran los cumpleaños por décadas. Pues mira, si ves como que te acercas al límite del horizonte, esto tiene una ventaja: después de los 70, sabes que no puedes perder un golpe, debes ser absolutamente certero, y ése es muy buen programa de vida. Ya no puedes darte el lujo de andar desperdiciando golpes.
–¿La juventud es un gran despilfarro?
–Hombre, lo es. Y sobre todo se dispara con escopeta de regadera a ver qué cae.
–¿Qué me dice de la mentada muerte?
–Lo único malo de la muerte es que es para siempre. Lo demás, todo es manejable. Pero ésta sí que es una trampa, habernos metido en esto tan difícil y después…
–¿Qué siente por la muerte?, ¿miedo, asco, pánico, bronca?
–Rabia, rabia. Porque es una cosa que siempre ha estado ahí, pero a partir de un momento empiezas a darte cuenta de que tarde o temprano te recibe. Entonces es rabia la mía.
–Uno, cuando niño, siente que la muerte nunca le va a pasar. ¿Hasta cuándo le duró a usted esa creencia?
–Yo jamás pensé en mi muerte. Empecé a pensar en eso hacia los 60. Y lo recuerdo exactamente: fue una noche, estaba leyendo un libro y de repente pensé: Caray, me va a pasar, es inevitable, es así. Antes no había tenido tiempo de pensar en eso. Y de pronto ¡paf!, caray, que no hay escapatoria. Y siento una especie de escalofrío.
–De manera que se pasó sesenta años creyendo que sólo se morían los demás.
–Verdad, sesenta años de puro irresponsable. Yo lo resolvía matando personajes.
–Licencias que se toman los escritores. Por ejemplo, ahí tiene a Bioy Casares, en sus relatos casi siempre mueren los hombres. Claro, así él se queda a consolar a las viudas.
–Ah, Bioy parece que se ha quedado con todas. Según tengo noticias. Bioy, en sus entrevistas y en sus libros, es muy natural en eso de contar sus amores. Por muchos años siempre lo asociamos con Borges. Últimamente mandé a empastar sus libros, y resulta que eran muchos más que los que yo imaginaba haber leído. Gran deportista, gran tenista, además; no como yo, por prescripción médica.
–Cuénteme sobre su tenis recetado.
–Yo tengo una operación de un pulmón. Me encontraron un tumor, afortunadamente a tiempo, hace 5 años; me sacaron el lóbulo superior y me quedó una disminución de la capacidad respiratoria de un catorce por ciento. El doctor me dijo que con un buen ejercicio eso se puede recuperar. No lo necesitaba para la respiración, pero, de todas maneras, uno piensa que al final de la carrera de de cien metros va a hacerle falta ese resto. Entonces, como hacer ejercicio me aburre y caminar por la calle no puedo porque me paran y fotografían todo el tiempo, a los 65 agarré una raqueta. Me encantó.
–Me decía que no puede caminar libremente.
–Ya en ninguna parte del mundo puedo caminar. Es una opresión después de un límite, pero antes de ese límite es muy halagador. Yo toco madera, a ver: a dónde hay madera aquí para tocar. Aquí tengo. Jamás se me ha acercado alguien para decirme una pesadez. Muchos me cuentan mis libros o los que ellos están escribiendo… Pero cuando viajo en avión es terrible, entro último, voy a primera fila y bajo primero. Pero vienen las azafatas y las fotografías y hay que firmar libros. Desde hace veinte años no he hecho un solo viaje en avión en el que no haya, por lo menos, uno leyendo un libro mío. Eso, estadísticamente, debe de ser mucho. Cuando salióNoticia de un secuestro, un amigo me llamó para decirme que en su avión contó veinticuatro personas leyendo mi libro.
–Borges decía que para firmar tantos libros hay que ser un atleta.
–Tenía razón. Yo creo haber firmado ya el millón de libros. Hasta llegué a la conclusión de que el libro no está terminado hasta que no se firma. Ya un libro mío no dedicado es un libro inconcluso… Borges… nunca coincidimos Borges y yo. No nos vimos las caras. Cuando lo fui a ver en el ’86, él estaba en luna de miel. Después siempre nos desencontramos. En cambio, ahora a María Kodama la veo por todas partes, y conversamos mucho. No tengo la menor idea de cómo podría ser Borges.
–Borges le contestaría: “García Márquez, usted es una persona afortunada: me olvidó antes de haberme conocido.»
–Me intimidaba mucho. Por él siento un gran respeto y un gran asombro, ante todo. Siempre lo leo. Lo tengo en la cabecera de la cama. Porque además tiene una ventaja importante: que en cualquier momento tú agarras un libro de Borges y te lees una pieza completa. Porque son piezas breves.
–No veo demasiados libros en este estudio.
–Es que mi biblioteca está en mi casa de México. Acá voy a hacer una biblioteca de la historia de Colombia. Me voy a esforzar en leer cuanto pueda para ver qué carajo nos pasó, cuándo fue que nos jodimos… Sabes, cambiando de rumbo, leí una nota de Tomás Eloy Martínez sobre la necrofilia de los argentinos. Estaba leyendo y digo: a éste le ha quedado la obsesión de Evita y ahora la está relacionando porque han exhumado el cadáver del hijo de Menem. Pero a la semana encuentro que desenterraron a Perón también para hacer no sé qué investigación. Entonces lo llamé a Tomás Eloy y le dije: “Tengo que sacarme el sombrero, porque había protestado pensando que ya estabas obsesionado con esto, que ya estabas viendo exhumaciones en donde no las hay, y resulta que también exhuman a Perón”… Bueno, dígame una cosa: ¿qué clase de entrevista me quiere hacer usted?
–Vine a conversar, García Márquez. No creo demasiado en los cuestionarios, las preguntas me parecen de importancia relativa en un reportaje.
–¿Y en qué crees entonces?
–En los climas que se logran con el sabio azar de la conversación.
–Yo le tengo terror a la grabadora, no por mí, sino por ti, cuando llegues a tu casa y tengas que transcribir esta conversación. Pero de todas maneras te digo que siento una gran nostalgia de reportero. Tengo talleres de reportaje. Primero, estoy convencido de que es un género literario. El reportaje es reconstruir la noticia completa y hay que volver a él… Sufrí mucho haciendo mi último libro, el reportaje de los secuestros. Tengo la impresión de que los secuestrados nunca terminan de reponerse del todo. Yo le dije a Maruja Pachón: “Tú sigues secuestrada”.
–Y ahora, ¿se puede saber en qué anda?
–Paré tres meses. Tres meses sin crear, pero ya tengo tres historias atrasadas y las tengo como si las hubiera escrito. A mí se me ocurren ideas, historias y no tomo nota, las voy dejando ahí. El método de selección que tengo es que la historia que se me olvida es porque no me interesa más.
–Era olvidable.
–Verdad, era olvidable. Yo pongo a prueba mis historias así: empiezo a contarlas a mis amigos… cuento cuento y cuento. Y algunas van enriqueciéndose a medida que las cuento; otras desaparecen, no me interesan más.
–Usted, ¿por qué sufre más: por la página en blanco o por el exceso de historias pendientes?
–En una famosa entrevista a Hemingway, él da la fórmula para resolver, para siempre, el problema de la página en blanco… éste fue el escritor que más reveló sobre el oficio, sobre la carpintería de la escritura. Durante una época, me levantaba en las mañanas y cuando entraba en el estudio a escribir echaba el desayuno, vomitaba, de la náusea que me daba. Yo escribía cuando podía y como podía, pero a partir de Cien años de soledad se me crearon las condiciones de escritor profesional. Momento de gravísima responsabilidad. Uno ya sabe que es como si fuera el empleado de un banco, y además, es el gerente más feroz y más exigente de uno mismo… Entonces, primero yo siempre fui periodista y escribía de noche y dormía de día. Eso ya no tenía sentido: si era empleado, tenía que trabajar en horas de oficina. Tuve que aprender a escribir de día. Más adelante tuve que aprender a escribir sin fumar, porque me di cuenta de que el cigarrillo me estaba matando.
–¿Cómo hizo para aprender a escribir de día?
–Me impuse el horario de mis hijos en el colegio. Yo los llevaba al colegio a las ocho de la mañana, regresaba, me ponía a escribir y a las dos y media de la tarde iba a buscarlos. Ese horario me quedó para siempre. Me costó mucho, porque para mí la inspiración venía al anochecer. Después, con el cigarrillo, fue igual: nunca había escrito una letra sin fumar. Pero me impuse otra cosa. No lo digo como heroísmo. Tengo la impresión de que el cigarrillo me abandonó a mí. No lo soportaba más. Hice así. Y lo apagué. Por entonces estaba nada menos que en El otoño del patriarca, que es lo más difícil que he escrito.
–Me contaba de sus vómitos cuando empezó a escribir por las mañanas.
–Me aterrorizaba cada mañana, sí, hasta el día que leí la entrevista de Hemingway. El dice que hay que empezar, seguir, hasta que hay un momento que los románticos llaman inspiración… llámalo como quieras, pero hay un momento que es verdaderamente sublime, que es cuando uno se da cuenta de que las cosas salen solas, como si estuvieras contándotelas al oído, como si lo estuviera escribiendo otro… Bueno, cuando estés así, decía Hemingway, y te llegue la hora de terminar, sigue una paginita más, la del día siguiente. Entonces, cuando tú llegas al día siguiente, ya tienes empezado tu día, recopias eso y sigues. Para mí, parece mentira, así se acabó el problema de la página en blanco. Ah, nunca te metas con un libro que no te gusta.
–Ni con una mujer.
–Ni tú te entusiasmas con ella ni ella se entusiasma contigo. Mira, a esto de escribir hay que ponerle disciplina. Soy para mí un gerente duro. Hay que ponerle orden o te traga la vida.
–¿Tiene muchas historias pendientes?
–No. Estoy al día. No se me ocurren más historias que las que me siento capaz de escribir… Pero, ¿sabes una cosa?, después de tres meses de no escribir ya le he tomado el gusto a no escribir. Y me he preguntado: ¿para qué estoy siempre tan esclavizado ahí? Bueno, una cosa es el oficio, y la otra cosa, pues, corre por cuenta de la divina providencia.
–A propósito: ¿qué le sugiere la palabra Dios?
–No me pregunte eso, porque cualquier respuesta que yo dé alegrará a muchos y disgustará a muchos. Y realmente no es algo que me inquiete tanto a mí, pero en cambio sí inquieta a mucha gente.
–Por estos días escucho en Colombia una canción con un estribillo que dice: “Adónde irán los muertos / quién sabe adónde irán…”. ¿Cómo responde usted a la pregunta de la canción?
–Yo pienso que es como que se apaga la luz. Yo he estado anestesiado para mi operación y no he sido consciente de eso sino cuando desperté. Si no me hubiera despertado, jamás me hubiera dado cuenta de eso. Lo que es muy inquietante es la idea del tránsito, el paso de…
–La idea del túnel que va desde el aeropuerto al avión.
–Así es. Sabes, yo le tenía terror al avión. Pero ahora le tengo más terror a los aeropuertos. Son horrendos: cómo se sufre, cómo se desespera uno allí. Y no tengo dónde esconderme… Pero si uno se pone a pensar en los aviones se da cuenta de que en ellos está a salvo de una enorme cantidad de peligros de tierra firme… Un infarto te da en cualquier parte, un carro te puede atropellar, un tipo te ve y te puede pegar un tiro, también un techo se te puede caer encima. También en tierra firme puede haber un terremoto. La única parte donde estás a salvo de un terremoto es en un avión. Esto, por supuesto, no te quita el miedo al avión.
–Hablando de miedos, ¿cuál es su gran miedo?
–El mayor de todos mis miedos, generalmente el único que me preocupa, es el miedo al ridículo… ¡Uf!, soy terriblemente tímido. Me aterroriza presentarme en público, hablar, entrar en un salón lleno de gente. Es que yo soy un tímido esencial. Es más, me han sucedido cosas para las que no estaba preparado. Me he ido preparando para escribir, para ser escritor, pero no he estado preparado nunca para la fama. Y no soy hipócrita en eso: es muy agradable la fama. Pero más allá del afecto, hay un límite en el que uno no sabe qué hacer con eso. Yo, al menos, me he propuesto siempre ser amable con todo el mundo, y eso es mucho más agotador. En fin, yo me preparé para ser escritor, pero no tomé en cuenta la fama. Esto lo sintetizo con una boutade: yo hubiera sido feliz de que mis libros fueran póstumos. Es decir, feliz de haberlos escrito pero no de tener que sufrirlos.
–Tanta presión, tanta fama, tanto tipo que lo persigue para hacerle reportajes, ¿no le hace perder la virginidad, no lo distrae a la hora de la escritura?
–Yo he tenido que vivir de muchas cosas. Cuando me dediqué al periodismo, me dijeron: “¡Uy, te jodiste! El periodismo acaba con el escritor”.
–Acaba con los escritores acabables, descartables.
–Bueno, pero no acabó conmigo. Después me metí en publicidad: “Te jodiste”. Me metí en el cine: “Te jodiste”. Más adelante, cuando me dieron el premio Nobel, otra vez: “Te jodiste, no hay escritor que haya sobrevivido al premio Nobel. Primero, porque se muere antes de los cinco años, y segundo, porque ya nadie ha escrito después del premio Nobel”. Yo creo que he escrito más después del premio Nobel que antes. Antes del Nobel tengo un promedio de un libro cada siete años, y después del Nobel uno cada tres años. Pero no es por el Nobel. Es por la computadora. La computadora hace el esfuerzo que antes hacía yo, perfeccionista enfermizo, cuando corregía cada hoja repitiéndola cada vez. Ahora escribo a lo loco y después corrijo.
–¿Cómo hubiera sido Cien años de soledad escrito con una computadora?
–Probablemente hubiera sido más larga porque la hubiese escrito en menos tiempo. Es decir: yo eliminé una generación entera porque no tenía plata. Me di cuenta de que no podía soportar por más tiempo con ese libro porque la casa se me estaba viniendo abajo. Mercedes, mi mujer, estaba enloqueciendo: dieciocho meses sentado. Empeñamos hasta el carro, todo. Mi mujer, bueno, le debía hasta al cura y se había empeñado todo lo de la casa. Fue muy firme Mercedes. Mis amigos nos ayudaban mucho, pero todos eran pobres también. Entonces todo el mundo era joven y todo el mundo era pobre.
–Pero dio vuelta la taba. Su vida cambió radicalmente.
–Imagínate: antes de Cien años de soledad yo no tenía de lectores más que a mis amigos. Era autor de unos cinco libros que no había leído más que mi familia.
–Después de este largo camino y de tanto como consiguió, García Márquez, dígame, ¿a su corazón le queda un lugarcito para incorporar un nuevo amigo?
–Muchos. Sabes, hubo una época muy terrible en la que no confiaba sino en los amigos anteriores a Cien años de soledad. Porque después me vino una avalancha de amigos… Pero sólo confiaba en los anteriores, en los amigos de la pobreza. No sabía distinguir entre los amigos, y eso me inquietaba mucho.
–Le preguntaba por amigos nuevos. ¿A su corazón le queda lugar para uno más?
–Todos los días tengo uno más. Y me ocupo muchísimo de todos. Yo no he perdido un solo amigo. Viajo por el mundo ¿sabes para qué?, para ver amigos. ¿Y qué hago con ellos?: me encierro a hablar.
–La palabra felicidad, ¿cómo le suena?
–Es algo que dura poco. Y eso no sería lo malo, lo malo es que uno no sabe que la tuvo sino cuando ya pasó. Es un estado de gracia que dura un instante, pero es maravilloso: un golpe de dicha, de bienestar. Uno dice: “¡Qué bien haber hecho tal cosa!” cuando ya pasó. Uno dice: “¡Qué bien gozamos anoche!” cuando ya pasó.
–Recién noté felicidad cuando hablaba de sus años pobres.
–No hay que creer mucho en lo que se dice, porque la nostalgia es una maravilla: borra los malos momentos y magnifica los buenos… Ya van a ser las siete. Se nos pasaron las dos horas. Habíamos acordado algo.
–Quedan cuatro minutos, García Márquez.
–Cuatro minutos y no te hice yo todavía el reportaje, je… Mira, hay una felicidad que no se puede comparar con nada y es difícil de explicar. Yo empiezo a escribir a las ocho y media, pero a las doce o a la una de la tarde estoy en el clímax. Ese momento no es posible compararlo con nada.
–Es incomparable.
–Incomparable. Y absolutamente indescriptible… Yo creo que así debe de ser la droga. Uno se quedaría toda la vida ahí, pero eso es sólo un instante. Después terminas eso, y lees, y ya no te gusta mucho. Pero no importa.
–Importa el goce de la creación.
–Verdad. Eso queda para siempre. En ese sentido yo creo que escribir acaba por ser un vicio. ¿Terminamos? La verdad es que no podía llegar hasta ahora, pero llegué hasta ahora. Tengo que cambiarme, salir, ir a una cena en la cual debo ser inteligente. Son cosas que no se pueden evitar. Porque las personas que allí estarán esperan que sea inteligente y las voy a disgustar si no lo soy. Entonces tengo que afinarme e inventar cosas.
–Usted, García Márquez, tiene dos oficios: escribir y estar con los demás.
–Pero mi oficio verdadero es ser yo. Eso es muy jodido. Usted no se imagina lo que es eso. Cargar con eso. ¿Pero qué hago si yo me lo busqué?
–En la Argentina decimos «Calavera no chilla».
–Pero ¿cómo? ¿Ahora tú también sacas una cámara? ¿No te alcanza con la grabadora? A ver, dame esa cámara. Que yo los saco a ustedes… A ver… Ahora el que los tiene soy yo. Pero, santo Dios, ¿sigues grabando? ¿Apagarás tu grabadora?
–Nos queda un minuto.
–En ese minuto, ¿me darás tu libro de reportajes que me comentó Maruja?
–Aquí lo tiene.
–A ver… Así que te llamas Braceli y te llamas Rodolfo… Ah, los Rodolfos argentinos.
–Adivino en quién está pensando.
–En Walsh, en Rodolfo Walsh. Gran amigo mío. Hablamos muchas veces con aquel Rodolfo. Vamos, ya las siete. Los acompaño hasta la puerta. De paso, vemos juntos mi juguete, mi pequeño cine…
–Bueno, gracias, García Márquez. Gracias por su tiempo… Usted es un hombre de palabras y un hombre de palabra. Algún día de estos arreglamos para que me haga ese reportaje que dijo. Yo le puedo dar mucho más de dos horas.
–¡Ah los Rodolfos Argentinos!
–Atrape este instante de felicidad, García Márquez: ya estamos en la puerta, un paso más y nos vamos, y usted, libre.
–¿Sabes, argentino de las cinco de la tarde?, en catalán, a los albañiles se les llama los paletas. Y hay un cuento que dice: “¡Qué maravilla, llegaron los paletas!” Pasado el tiempo: “¡Qué maravilla, se fueron los paletas!”. Ahora digo: “¡Qué maravilla, se fueron los reporteros! ¡Qué maravilla, se fueron los amigos!”.
(Gabriel García Márquez me extiende la mano; se demora en el apretón. Algo murmura, muy bajito, por la rendija de sus labios… mientras me mira por la rendija de sus ojos.)