River les exige a sus hinchas un ejercicio de tolerancia como nunca en su historia. Este relator vio el sábado a un padre que le tapaba los ojos a su hijo en un rechazo a las nubes de la defensa, de los tantos que hubo. Le dio vergüenza. Y después, cuando Vega se ganó la tarjeta amarilla por hacer tiempo, se paró a pedirle al arquero que no hiciera eso, que River no se lo merece.
A veces parecía explicarle al pibe que River no es eso, que no se confunda, por favor. Miró a la cabina con el desconcierto de quien ya no sabe qué hacer. ¿Alentar como en una final a ese River que no conseguía superar al segundo peor equipo de la divisional o ponerse a reprochar y afectar aún más a un grupo de jugadores que lucen como los más presionados del mundo?
Había mejorado el equipo de Almeyda. Bien frente a Instituto, aceptable contra Aldosivi, nada parecía indicar que se cayera de la forma que sucedió el sábado. Ver los despejes de los zagueros en las situaciones complicadas, o la sucesión de errores en los pases del mediocampo, fue mortificante. El aporte del Chori en el centro y el cabezazo de Trezeguet aliviaron a los hinchas que otra vez fueron los grandes protagonistas ofreciendo un espectáculo incomparable en las tribunas. Pero quizás haya sido la tarde en la que más preocupados se fueron del Monumental, hartos de que les elogien su entrega como si ese fuera el único atributo ponderable en la extraña circunstancia que le toca atravesar.
No les va mucho mejor a los seguidores de San Lorenzo. La visita a Floresta los dejó con la sensación de que no habrá forma de zafar de la Promoción. Fue llamativo el escaso impulso para buscar la victoria. El empate que All Boys firmaba, claro, le pareció un resultado sin objeciones al equipo de Caruso Lombardi mucho antes del final, y el partido se fue acomodando a un trámite difícil de sobrellevar.
La modestia empujó a las asperezas, y estas a las fricciones y muy pronto el espectáculo se sinceró. No lo pudo rescatar ni esa atmósfera tan grata del fútbol de barrio que propone el estadio de All Boys.
La Copa Libertadores entró al campeonato: en la derrota de Vélez ante el muy mejorado Argentinos de Astrada, y en la formación de Boca dando ventajas de nombres, aunque no en el juego ni en la propuesta que llevó a Rafaela. El equipo local jugó, más allá de las ventajas concedidas por los xeneizes, un buen partido. Y como los muchachos que puso Falcioni le respondieron en forma admirable, el espectáculo se levantó como un helicóptero, sin necesidad de carretear.
La presión que suponía el triunfo de Newell’s no pareció afectar al muleto de Falcioni. Con más velocidad y pimienta que los propios titulares, a despecho de algunos apurones, generó más situaciones positivas de lo habitual hasta que Mouche lo puso en ventaja. El partido estaba salvado, porque los santafesinos debían jugarse todavía más.
Pero hay hechos que, en el decir de Marcelo Bielsa, rompen los partidos. La coherencia que hasta entonces tenía el desarrollo sería alterada cuando en el principio del segundo tiempo, Blandi desperdició el penal.
Lo que estaba en camino de ser una sólida victoria, de esas que desmoralizan a los demás, se convertiría poco rato después en una disputa ardorosa, incierta, interesante siempre, a partir del empate de Rafaela. Boca, que se había demostrado a sí mismo que podía ganar pese al hándicap ofrecido, y los locales que sabían que todo lo que venía sería de regalo, fundaron un partido nuevo. Más desprolijo y más emocionante. Rafaela terminó ofreciendo una mejor imagen, como si de a poco los jugadores de Boca se convencieran de que el mejor momento había sido desperdiciado. El final electrizante, al cabo, hizo justicia con la calidad del partido y los méritos de ambos equipos.
Víctor Hugo