Era un cielo de plomo como un toldo cercano, y era un campo de verdor inglés, y había un castillo, el de Windsor, sin Estuardos ni Isabeles, pero con curiosos asomados a las ventanas medievales, miradores que en la colina recortaban la figura potente y autoritaria de piedra sobre piedra.
También un espejo de agua, celeste o gris –no se ponían de acuerdo los cronistas–, y en el andarivel número 4 dos argentinos, mirando al frente, pensando en la bandera, himno, país, familia, amigos. Poner la vista al frente es en el remo no mirar la meta, sino el punto de partida. Rosso y Suárez partieron mal, mejoraron por la mitad de la carrera y hasta se pusieron una medalla de plata unos cien metros, pero declinaron al final y se volverán con un diploma.
Millones de personas reman en el mundo, y ellos están entre las cuatro mejores parejas. Vale la pena considerar eso para hacer una justa evaluación de lo que lograron los muchachos. Quizá por esa distancia dolorosa que tantas veces existe entre la ilusión y la realidad se vuelvan tristes, pero en ese admirable deporte, el recuerdo de Guerrero y Capozzo se hizo aún más grande porque todos pudieron calibrar el tenor de aquel legendario triunfo.
A veces llovizna en Londres; y aquí, también, a veces sale el sol. Como para la delegación albiceleste.