Kenneth Branagh fue el primer rostro conocido que se vio en las pantallas, mientras los 62 mil espectadores, también partícipes necesarios de ese planeta rojo, azul y blanco en que se convirtió el Estadio Olímpico, buscaban afanosamente una explicación a las múltiples escenas que sucedían sobre la plaza central verde campiña con la que comenzó la gran ceremonia.
De a poco, mientras Inglaterra evolucionaba desde las más humildes labores campestres a la revolución industrial, seis inmensas chimeneas surgieron como plantas que crecen de golpe, humeantes como si fueran las que se ven desde la cancha de San Lorenzo cuando se mira hacia Lugano.
Por un costado, como parte de esa transformación más extraordinaria, avanzaba un escuadrón de mujeres con carteles que reclamaban el voto femenino.
Los deportistas y los periodistas esperaban en los interminables pasillos interiores, agotados como en una cola de amantes de los recitales. El piso ya había mutado del pasto rural a los pisos sofisticados de los grandes edificios.
Los anillos olímpicos parecieron derretirse en una lluvia de diamantes, como si abriesen los grifos de la fortuna, hasta que se quedaron fundidos en lo más alto, sobre la cabeza de los actores, todos mirando hacia lo alto en pleno deslumbramiento.
Apareció James Bond, el nuevo James Bond. Daniel Craig fue al palacio de Buckingham y se llevó, en una misión casi imposible, a la reina hacia el estadio. Un viaje en helicóptero, muy bien fraguado, pasando por debajo del puente de la Torre y lanzándose en paracaídas hacia el estadio para aparecer luego la reina con cara de «¿que sera todo esto?» por el sector central de la tribuna donde la esperaba el presidente del Comité Olímpico Internacional.
La lluvia tan temida se diluyó en un viento fresco y leve que significó un alivio en la húmeda noche londinense. Cayeron unas gotas, pero sólo fue un susto, tuvieron suerte.
A las seis y veinte aparecieron las delegaciones con Grecia a la cabeza. El abecedario siempre pone temprano a la Argentina y Luciana Aymar, con su espléndida sonrisa de morocha argentina, proclamó que el fastidio de tanta espera, de las horas de pasillos interminables sin ver el cielo, formados todos los atletas militarmente, esa incertidumbre por salir por fin hacia la luz, hacia las luces, hacia la multitud, había sido superada. Alegres, saltando, filmando, con esa imagen misma de la felicidad pasaron los muchachos y muchachas de las pampas. Sólo podrá superar ese instante inolvidable –jóvenes vestidos de celeste y blanco sonriendo a sus familias y a los amigos de la cuadra a través de cámaras que los tuvieron un buen rato en el seguimiento– estar en un podio y ver la bandera ir hacia lo más alto, allí donde las lágrimas no te dejan ver y el que mira es el corazón.
Alí, Barenboim, Paul McCartney. La apertura continuó con emoción y música, hasta que las jóvenes promesas encendieron el pebetero. La llama late ya en el estadio, y ahí permanecerá encendida mientras duren los Juegos Olímpicos. Como permanecen las imágenes, ayer las de una fiesta inaugural colorida, hoy las de los deportistas compitiendo por un sueño.
Víctor Hugo