Tristeza não tem fim en Londres. La de los brasileños, claro. Caminan envueltos en sus banderas, perplejos en Picadilly Circus, un poco más gritones por Leicester Square, cuando miran hacia el córner donde se destaca uno de los clásicos restaurantes mexicanos. Desde la terraza, los hinchas de México sonríen sin provocaciones, como temerosos de que no sea cierto.
Que todo sea un sueño, los goles de Peralta, la frustración nada menos que de Brasil, la medalla de oro que los chamacos se llevan en el pecho como el mayor logro de sus vidas en el deporte. Pero es verdad. Corre el tequila con los limoncitos clavados en el borde de los vasos, no dan abasto con las fajitas y las quesadillas, los nachos van de mesa en mesa con guacamole y tomates picaditos y una crema blanca. México derrotó a Brasil y es el inesperado campeón olímpico de fútbol.
Los brasileños no entienden por qué se les niegan los Juegos. Habían puesto toda la carne en el asador con Neymar y compañía, eran favoritos antes de empezar, tenían la final con México que les admira y les teme como nadie en el mundo y sin embargo se quedaron otra vez sin el oro, con la medalla de plata que a veces parece un castigo. Sólo si perdiese el seleccionado de básquet de los Estados Unidos, armado casi en su totalidad con jugadores de la NBA, o si Usain Bolt no hubiese ganado las carreras de velocidad de atletismo podría encontrarse parangón para esta sorpresa de los Juegos.
Hoy es el último día. A las 9, cuando Catriel Soto largue en Mountain Bike, todo habrá terminado para los competidores argentinos. A esa hora ya se sabrá cómo anduvo Miguel Barzola en el maratón y cómo cerrará su campaña la generación de oro del básquet. Ya están en el bronce hace rato, aun cuando en el partido de hoy por la medalla no superen a Rusia. Son próceres del deporte y son mejores aun fuera de la cancha. El último doble de Scola fue cederle el honor en la despedida a Sebastián Crismanich. «Es suyo, pibe», le dijo el gigante de los tableros al campeón del taekwondo. Un gesto para irse con la elegancia con la que han vivido el capítulo más grande del deporte argentino. Los hijos de la Liga Nacional, los herederos de León Najnudel, han sido la demostración de que la Argentina puede ser mejor siempre. Los primeros en vencer a los Estados Unidos, al que volvieron a superar en Atenas para llevarse el oro. Queda flotando la nostalgia, la sensación de que será difícil darle continuidad a la gloria. Habrá una transición y será dura.
En Abbey Road miles de personas cada día cruzan la cebra en la que se fotografiaron los Beatles para el último disco y mientras hacen el pasito que detuvo la historia, congelan en sus máquinas de fotos un gesto que entró en la eternidad. Miles de chicos en la Argentina, apenas echen lomo, congelarán la fiereza de Scola, el espíritu de Nocioni, el genio indiferente de Delfino y la grandeza de Manu. Los cuatro, como los de Liverpool, son una historia que nunca terminará de contarse.