Tanto Racing como River estaban con la cabeza en otro lado, sus técnicos armaron equipos muletos y hasta en las tribunas parecía no importar si ganaban, empataban o perdían. El padecimiento de los relatores.
Los relatores siempre rezongan cuando les toca un mal partido. El de River frente a Racing era como para balearse en un rincón, porque las imprecisiones provocan una geometría desordenada y el hombre de radio se la pasa buscando hilvanar lo imposible.
Cuando los jugadores se la dan casi siempre al rival, y la pelota sale de la cancha a cada rato, y ni en los laterales que, como bien se sabe, se hacen con las manos, la pelota va a un compañero… Cuando los rechazos son altos y largos, y allá, del otro lado, solamente se pechan y caen un zaguero y el número nueve, y se arma todo ese mejunje… En esos casos, invariablemente, el narrador es un hombre en crisis, un fracaso en la oralidad que también se descompone.
Muy bien. Hecha la catarsis y justificado el relato horrible de ayer, debe aclararse que jugaron los muletos de millonarios y académicos y que por algún motivo todo el mundo, durante y después el partido, estaba conforme con que no hubiera goles. Realmente extrañaba que nadie se calentara por nada en la tribuna y menos en la cancha. Es decir que se trataba de un espectáculo que pareció estar condenado de antemano. Los de River, con la cabeza puesta en el jueves, se puede decir que prácticamente ni alentaron. En todo caso, si se aparecía algún canto, como si fuera una radio que suena en la casa del vecino, la dedicatoria estaba dirigida claramente a Boca, su enemigo de siempre, su rival copero.
Téngase presente, además, que River estaba un poco más obligado, dado que sus suplentes suelen ser titulares y los de Racing casi ninguno. Pero ni así. El conjunto dirigido por Marcelo Gallardo tuvo una posesión de 60 a 40 o 70 a 30 –que el cronista evalúa simplemente a ojo– y acercó un poco más de peligro al área rival, pero de meter goles estuvo siempre bastante lejos. Racing, directamente, ni lo pensó.
Salvo el volante oriental Camilo Mayada, que debería ser titular de la Primera; Guido Rodríguez, que juega bien de Matías Kranevitter; y Augusto Solari, nadie lució entre los jugadores del equipo millonario.
Racing, por su lado, no aportó individualidades destacadas, lo que es un dato significativo. Salvo que alguien quiera reivindicar a Luciano Lollo que sacó todo lo que merodeó por su zona, la más retrasada de la Academia. Pero sacó todo, aunque: ¿para dónde, Lollo?
Y Santiago Nagüel, al que no le salió ni una, pero intentó con una convicción que en cada arranque prometía algo bueno. Después, solito con su alma, se diluía. También se puede rescatar un poco de Brian Fernández, es cierto, pero también absorbido lejos de la playa, una ola que se desvanecía siempre.
Hablando de Racing, ¿qué tiene contra los relatores? En su cancha los pone lejos e incómodos. Y en la camiseta los números son tan invisibles como para pensar que no quieren los dirigentes que se sepa el nombre de los jugadores. Una más de un domingo que se fue desperdiciado. Era otoño de verdad, había sol, estaba fresco y agradable. Flotaba algo parecido a la felicidad.
Pero vino el partido y se hizo de noche.
Cuando los jugadores se la dan casi siempre al rival, y la pelota sale de la cancha a cada rato, y ni en los laterales que, como bien se sabe, se hacen con las manos, la pelota va a un compañero… Cuando los rechazos son altos y largos, y allá, del otro lado, solamente se pechan y caen un zaguero y el número nueve, y se arma todo ese mejunje… En esos casos, invariablemente, el narrador es un hombre en crisis, un fracaso en la oralidad que también se descompone.
Muy bien. Hecha la catarsis y justificado el relato horrible de ayer, debe aclararse que jugaron los muletos de millonarios y académicos y que por algún motivo todo el mundo, durante y después el partido, estaba conforme con que no hubiera goles. Realmente extrañaba que nadie se calentara por nada en la tribuna y menos en la cancha. Es decir que se trataba de un espectáculo que pareció estar condenado de antemano. Los de River, con la cabeza puesta en el jueves, se puede decir que prácticamente ni alentaron. En todo caso, si se aparecía algún canto, como si fuera una radio que suena en la casa del vecino, la dedicatoria estaba dirigida claramente a Boca, su enemigo de siempre, su rival copero.
Téngase presente, además, que River estaba un poco más obligado, dado que sus suplentes suelen ser titulares y los de Racing casi ninguno. Pero ni así. El conjunto dirigido por Marcelo Gallardo tuvo una posesión de 60 a 40 o 70 a 30 –que el cronista evalúa simplemente a ojo– y acercó un poco más de peligro al área rival, pero de meter goles estuvo siempre bastante lejos. Racing, directamente, ni lo pensó.
Salvo el volante oriental Camilo Mayada, que debería ser titular de la Primera; Guido Rodríguez, que juega bien de Matías Kranevitter; y Augusto Solari, nadie lució entre los jugadores del equipo millonario.
Racing, por su lado, no aportó individualidades destacadas, lo que es un dato significativo. Salvo que alguien quiera reivindicar a Luciano Lollo que sacó todo lo que merodeó por su zona, la más retrasada de la Academia. Pero sacó todo, aunque: ¿para dónde, Lollo?
Y Santiago Nagüel, al que no le salió ni una, pero intentó con una convicción que en cada arranque prometía algo bueno. Después, solito con su alma, se diluía. También se puede rescatar un poco de Brian Fernández, es cierto, pero también absorbido lejos de la playa, una ola que se desvanecía siempre.
Hablando de Racing, ¿qué tiene contra los relatores? En su cancha los pone lejos e incómodos. Y en la camiseta los números son tan invisibles como para pensar que no quieren los dirigentes que se sepa el nombre de los jugadores. Una más de un domingo que se fue desperdiciado. Era otoño de verdad, había sol, estaba fresco y agradable. Flotaba algo parecido a la felicidad.
Pero vino el partido y se hizo de noche.