Todo pasa y todo queda. El mundo se prepara para ver la despedida de los Juegos Olímpicos 2012 y el cronista inicia su última nota; las imágenes tienen el vértigo de un clip musical.
Ya es historia rápidamente envejecida aquella primera alegría argentina de los Juegos que fue, más aun que la medalla que ganó después, verlo a Juan Martín disputar un épico partido con el mejor del mundo. La emoción de ese día será parte de la propia historia del tenis. Del Potro, que ganó un Grand Slam, ya es más respetado por su actuación, su entrega, su coraje en los Juegos de Londres que por lo del Abierto de Estados Unidos.
Porque como nunca, fue el anhelo de un país queriendo salir a flote. Por eso, de todas las fotos argentinas, esa es la más potente, la heroica. ¡Pero sucedió hace tanto tiempo! Ahora, entre miles de millones, el cronista observa los despliegues rutilantes de la última secuencia de la fiesta, caminan por ese cielo iluminado los pies de Bolt, aletean los brazos de Phelps, salta y rebotea Lebron James, los remeros nos miran mientras avanzan de espaldas a la meta, Federico Molinari pierde equilibrio en la última salida, unos pibes acostados en su nave ganan una medalla que buena falta hacía entonces, un muchacho informa que su apellido es Crismanich a todos los que preguntan frente al televisor qué es lo que tiene que hacer para ganar en eso que se llama Taekwondo, y a todos los neófitos les parece que es lo mismo que judo, o karate o todo eso de los chinos, o de los coreanos, no se sabe bien, pero cuando en la pantalla leen el 1-0 ya entienden que la patada del pibe argentino fue una genialidad, le amagó de acá y se la puso allá, y lo llaman Sebastián, ya es Sebastián más que Crismanich, y el pibe es oro puro en su corrección y humildad después de nacer por segunda vez en la vida. Ahora, cuando el periodista ve a través de la humedad de los ojos –porque siempre tienen algo triste los adioses–, pasa Ginóbili con los muchachos que estarán para siempre en el bronce al cabo de una época quizás irrepetible, y deja algunas sentencias finales, como que lo que pasó en el foul que no le dieron a Prigioni y que podía cambiar el partido con Rusia fue un error de tantos y que un ratito antes los jueces lo habían perdonado a él; que ya está, ya pasó, basta; y pasa Luciana como pidiendo disculpas porque se despidió nada más que con plata, caramba, como si fuera poco en los difíciles tiempos de las transiciones.
¿Cuál será el último de los artificios? ¿Qué será lo que quede flotando sobre el cielo de Londres, además de un silencio de melancolía? ¿Será el rostro de Bolt y su ademán homérico de lanzar una flecha después de la victoria? ¿Será la pena de volver a las habitaciones de la Villa y de los hoteles para hacer las valijas sin entender por qué se fue tan rápido?
Un pedacito de la vida de todos transcurrió para siempre con la velocidad de una carrera de 100 metros.
Víctor Hugo