Testimonio especial para la revista colombiana Soho del 15 de diciembre de 2011
A los pocos metros de iniciar su patriada—era contra Inglaterra el asunto— la electricidad fue creciendo y como se aprecia en el espacio un plato volador, el extraterrestre con su emblema, convocó al pasmo más profundo que el fútbol hubiera provocado jamás.
Hay una especie de trinchera vista desde lo alto del estadio. Un surco en la tierra por el que avanza una potente luz a la velocidad de un cometa. Allá abajo, en el fondo de la olla del Azteca, en la penumbra, Maradona imita lo que a veces puede apreciarse en el cielo. La herida que abre en el azul misterioso un astro incandescente, ahora sucede en la Tierra. Allí va Diego con la bravura del que lleva el estandarte de su ejército en un ataque definitivo. Diego corre entre las laderas de colores ingleses, saltando trampas de piernas que buscan lo imposible. Y planta, como los escaladores en la cima, su bandera.
Valdano, que lo acompañaba desde muy cerca, contaría alguna vez que Diego atinó a pedirle disculpas por no haberle pasado la pelota. Le dijo que no pudo encontrar la forma. Valdano y los futboleros se preguntan aún cómo pudo advertir el detalle durante esa corrida memorable. En uno de los pupitres del palco de prensa, este cronista de los estadios subrayó la hazaña. «En la jugada de todos los tiempos», dijo, y luego lanzó las pocas palabras, aquellas del barrilete cósmico, con las que viene remando hace ya más de 25 años arropada su carrera por el invento insuperado de Diego.
¿Cuántas jugadas pueden concebirse en la inmediatez de la acción? ¿Qué veía el artista? El número de errores que se arriesgaba a cometer, desde el inicio hasta el portero inglés, es infinito. Las variantes que el relator imaginaba, entre cientos de colegas apretujados, ofrecían un sumario tan amplio que fue abandonando la narración convencional.
«Genio, genio, genio» eran las modestas palabras que acompañaban al intrépido que se iba a lo más alto del mundo, por la cicatriz que abría en el césped. A los pocos metros de iniciar su patriada —era contra Inglaterra el asunto— la electricidad fue creciendo y como se aprecia en el espacio un plato volador, el extraterrestre con su emblema, convocó al pasmo más profundo que el fútbol hubiera provocado jamás. ¿En qué momento decidió Maradona enfilar hacia el arco? El jugador avanza mirando la pelota, pero ¿cuántas piernas, cuántos metros cuadrados de terreno, abarca su visión periférica? Pudo enganchar, frenar, ir hacia el costado, rematar desde lejos. De mil formas la jugada pudo ser una entre billones.
El coraje, la intuición, un Dios detrás del Dios, afirmaría Borges, la hicieron única, definitiva y eterna. Maradona dejó la pelota en el fondo del arco de los ingleses cuando ya la foto era la de la impotencia y la incredulidad.
«Quiero llorar», decía con el puño apretado quien firma esta nota, lanzado sobre el pupitre, envuelto en cables y auriculares, mientras Maradona se desplazaba hacia un costado de la cancha para celebrar la conquista.
El cuerpo lanzado al placer del grito. El desvarío de una mente que se queda en blanco como si una nube estallara dentro de los párpados cerrados. No fue solo la jugada. Las emociones de varios años entraron por el pequeño embudo de la razón. Era la hazaña de Diego, del amado Diego de los futboleros. Era el pase a las semifinales del Mundial y el relator lo había pronosticado y los hombres aprecian sobremanera el hecho de tener razón. Era contra los ingleses y cientos de pibes que lo hubieran gritado no podían hacerlo, apagadas sus voces cuatro años antes en las heladas tierras de Las Malvinas. Ocurría en un escenario adverso. Y era la más bella, osada, corajuda e inventiva de las películas que el fútbol había producido en toda su historia.
Veinticinco años después, el hombre no consigue empobrecer aquella marca. Salta más, corre más rápido, es más resistente, el universo mismo se expande hacia más infinito. Pero con Maradona, no se puede. El asunto es bien complejo: hay que tomar la pelota en el campo propio, esquivar a cuanto rival se le oponga, enfrentar al arquero y dejarla atrapada en la red. Tiene que ser en un Mundial.
Quien lo relate obtiene un crédito de 25 años para su profesión y, bien avanzada la centuria, será invitado por prestigiosos editores a escribir el mejor recuerdo de su carrera. Ese del que quedan algunos fotogramas débiles y corrompidos por la potencia de todo lo que se vio más tarde.
Una sinfonía barroca en su decorado, clásica por su perfección, de la que solo hay unos pocos pentagramas que se salvaron del incendio de los años.
Víctor Hugo