La edición de «El Corresponsal Deportivo» de abril 2001 que reproduce las páginas 150 a 157 del capítulo 16 de mi libro «Un Grito en el Desierto», publicado en 1998 y que este año reeditará Ediciones Continente.
El periodismo, por su parte, debiera representar un rol decisivo. Es el único que puede permanecer cerca de la gente, entre dos factores preponderantes. Pese a semejante atributo, el hecho de haberse convertido en poder en sí mismo, ha hecho claudicar en muchos países su credibilidad. Absorbió tales proporciones su semejanza con los tiempos de la concentración de poderío y riqueza, que el periodismo ha instalado en los últimos años la misma sensación de desamparo que proyecta el poder político. No es sencillo detectar cuándo sus títulos y comentarios proceden de una irreductible pureza ética. Su afán por aumentar influencias, su competencia salvaje con los otros medios y los mismos gobiernos, lo llevó a darle la espalda a la hambruna de la dignidad. Para que la situación se tomara más grave y de improbable retorno, accedieron al periodismo recursos económicos que corresponden a distintos intereses. Ya no son nacidos periodistas los dueños verdaderos de muchos medios. Ya no son auténticos fiscales que actúan en el nombre del pueblo, los que fueron periodistas. Un título perturbador para el gobierno puede ser parte de una negociación en la que las autoridades no quieren ceder. O una estadística favorable, un guiño amistoso por la adjudicación de algún privilegio.
Los últimos años globalizaron todas las relaciones de poder, y le han hecho tanto pie a ese salto sin conciencia dado por los dueños de los medios que le han dejado como si alguien hubiera oprimido la pausa del video. En el aire, tironeados de un lado por la conciencia buena del verdadero periodismo y del otro por los diabólicos llamados a tener mayor predominio en la estructura del poder, son los medios de comunicación la esperanza eclipsada de un refugio para los valores de la dignidad. Ellos tienen que luchar con los valores contra la tentación del poder. Contra la necesidad vendedora de la época, esa que sostiene que los diarios deben seguirle el rumbo a la televisión. Idea que prosperó en razón de la pertenencia de los diarios y las radios y los canales de televisión a los mismos dueños. Y a la advertencia surgida de algún gerente de marketing que descubrió que el público quiere leer sobre aquello que aparece en las masificadoras pantallas de televisión. Si no existe en la TV, no existe y deja de interesar. En cambio, si cuatro millones de telespectadores vieron anoche un episodio mínimo, frívolo, estúpido. un escandatele, una polémica a los gritos o un asesinato, un diario que se precie no puede ignorarlo hoy. Se instala una especie de nuevo criterio ético. ¿Existió en la televisión? Pues entonces, desmenucemos, comentemos y encuestemos sobre tal episodio. No hay artistas, no hay valores, no hay gente, si no es digna de la pantalla. No hay vida, afuera.
Por la mañana, los comentaristas de radio hablan sobre la televisión. Parecen sacar provecho de la producción que en sí misma implica el hacer un juego de talentos, una aproximación dialéctica, sin extremar sus propias debilidades y obligaciones de generar estética. Le sacan el jugo a la televisión para no producir ellos. En los diarios, los temas son los de la diosa electrónica: en el mundo del espectáculo, en las páginas policiales -donde muchos medios encontraron refugio seguro para dar la sensación de informar aún a despecho de haber señalado antaño que tal actitud era una explotación del morbo de los lectores-. Los diarios no se detienen a mirar, en todo caso con la debida compasión, a los periodistas televisivos -y tampoco a los de la radio que, impotentes, siguen esos pasos porque ahí donde va la televisión debe de estar la noticia-, moviéndose como ejércitos siniestros, apuntando a criminales e inocentes con micrófonos que parecen lanzas arropadas con sombreritos identificatorios -para que se sepa a cual escuadrón pertenecen-. Que ametrallan a sus víctimas con obviedades, gritos ininteligibles, acusaciones absurdas, centros paranoicos tropezando, encimándose, agrediéndose. Que luego de participar de espectáculo tan desagradable reivindican el derecho de informar a la gente, pronuncian discursos sobre la libertad de expresión, se muestran valientes advirtiendo que de todas las maneras seguirán el asunto aunque no le guste a ese señor que acaban de pisotear, babear, incriminar y apostrofar. Y finalmente, con jadeos que son más o menos teatrales según el grado de pudor en cuestión, prometen volver en cuanto el conductor lo considere necesario, con gesto de seguir al pie del cañón. Infelices usados, tontos útiles al deformante espejo de las cámaras, preguntan en la pausa: ¿Cómo salió esto, che?
No entraremos, no ingresaremos en el milenio que viene sin códigos éticos. No se puede amar el periodismo y ser parte de la inmundicia. Ya hay dinero y poder de sobra. Entonces, como para empezar, es necesario reunirse y poner algunas vallas, un decoro mínimo. ¿Por qué hombres cultos, de elevada autoestima, bienintencionados en cualquier reunión social donde se hable de la vida, en su tarea empresarial auspician o pierden el control de estos comportamientos? No serán esos jóvenes periodistas impedidos de revisar su papel, obligados por las urgencias económicas y el deseo de estar en televisión a cualquier precio, quienes pueden poner frenos a un comportamiento que atañe tanto a sus dignidades como a la gente que los ve.
Eso tiene que venir de arriba, de las jerarquías más altas de los medios periodísticos, de quienes aún conservan poder sobre sus propios actos. No hay razones lógicas para pensar que ese espectáculo los representa. No son expresiones de su educación, no. Y cuando sus pares culturales les reprochan, manifestaran que eso es lo que el público quiere. Y que ellos tienen una empresa con fines de lucro, no una institución de beneficencia. Dicen que tampoco ellos mismos lo soportan, pero que de obra forma no pueden competir. Y sonríen como si se tratase de una travesura. Pero no es una diablura inocente. Es nada menos que ser los propietarios del mundo cultural que sus medios proyectan. Ellos tienen los tirantes del techo, y los ponen más abajo. Cada hora Asfixian. Y convierten sus mundos en sitios donde lo mejor es irse. A otros títulos, otros debates, otros canales, otros países.
Y el que no puede escaparse a tomar oxígeno es un prisionero, no un ciudadano. Sólo pueden liberarlo esos hombres de la política: los que se animen a no ser gobierno si para lograr eso deben negociar sus conciencias. Pero ya fueron derrotados. Porque ellos saben bien que no vencerán si se enfrentan con el establishment económico mundial. Y juegan a ser cómplices, acaso creyendo que después podrán dominar a ese potro con corazón de diablo, desbocado sin riendas, sin domador posible.
Patéticos. Si no despiertan en la gente los dormidos o perimidos criterios de dignidad, si no toman esa bandera, si no es con ella que se plantan en la batalla, solo serán una diferencia de grado, un matiz. Acaso podrán soñar con ser menos obscenos, proyectar imágenes más decorosas del poder. Pero ya verán, cuando el primero de ellos robe, cuánto es de difícil denunciarlo -dado el costo político que eso acarrea-. No es un error del sistema: es el sistema. Ya entenderán como, sin supremas cortes controladas-Dios, la Suprema Corte, la de los hombres más sabios y más justos, la protectora de todas las leyes, esa que no puede parecerse a los pálidos consorcios de hombres simples en reuniones a las ocho de la noche donde se vota levantando la mano para poner un sillón nuevo en el hall del edificio-, ¡sin supremas cortes controladas no hay gobierno posible! Ya tendrán que sentarse con el número 8 en el banco mundial cualquiera para que se les ordene que hacer, si es que se necesita una nueva dilación en los pagos de los intereses. Ya abrirán los brazos escandalizados, casi dignos en el ademán, para gritar que así se les muere la gente. Y ya oirán la respuesta: ‘»De la otra forma también».
Si los hombres de la oposición, por naturaleza una reserva ética de la sociedad, a los medios de comunicación, estableciendo un equilibrio entre los invictos intereses y los vapuleados principios, no son capaces de integrar en el nuevo milenio con otra concepción de sus roles, las grandes empresas deberán entonces asumir en su acción directa sobre la gente unas de las últimas posibilidades para mantener cierta dignidad. De lo contrario, se seguirán abriendo las puertas a la creciente locura de la sociedad. Ya se discute -por lo menos ante el concepto de un trato más humano y otro más duro- cual es la mejor vía para lograr la bendecida eficiencia. Pero se está muy lejos de empresarios que se vanaglorian no solo de sus ganancias sino también del trabajo que ofrecieron y dieron.
No es aconsejable pegarle tanto al hombre. En el piso 25, alrededor de la mesa del directorio, hay una cierta tranquilidad. Pero están la calle y están los hijos, y están los amigos. No hay un botón eyector para quitarse de encima a esos millones de postergados, desocupados, ofendidos, hambrientos y un mal día, revanchistas. La vida no puede valer tan poca cosa Y si un hombre no vale nada, si es sólo un número, la vida de nadie -por más custodios que se tengan y barrios cerrados que se habiten- ya es demasiado. Miles de personas han delinquido en los últimos años sin haber imaginado nunca que serían capaces de hacerlo. De nunca a la primera vez hay un larguísimo ejercicio. Un miedo y una vergüenza infinitos. Pero de la primera vez a la segunda el tránsito es un pestañeo.
No puede ser así de sencillo dejar a una persona sin trabajo. Es demasiado lo que se le quita, y cada día es más. Ya no es solamente la condena sin reservas a sectores que no recibieron educación, que no han probado un bocado apetitoso en toda su vida. Se trata también de hombres y mujeres con metas y sueños que creyeron posibles, que pueden pensar, y por lo tanto sufren de otra manera la agresión. Los han puesto en un tobogán, y ellos sienten que mientras caen hay quienes aplauden lo gracioso que resulta verlos tan perplejos, abrazados a sus hijos y mujeres, diciéndoles hasta nunca a sus barrios, clubes, colegios, amigos y países.
Sin embargo, si las escasas reservas que existen -los políticos opositores, los dueños de los medios de comunicación, las empresas- mantienen intacto su fracaso, pues nos queda el hombre. Dignidad es, cuando todo parece perdido, conciencia de lo que a nosotros, los hombres, nos está ocurriendo. Y la certeza de lo que empeora. Y la convicción de que no debería ser así.
Víctor Hugo Morales