A la caza de Víctor Hugo Morales, por aire, mar y tierra
Lanata, el iconoclasta de peluche
por Rodolfo Braceli (en revista digital ‘La tecl@ eñe’)
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A Víctor Hugo Morales lo están atacando por aire, mar y tierra. Lo quieren extenuar, aniquilar, hacer callar de cualquier manera.
Es lógico que esto le pase porque, desde hace una punta de años, viene denunciando los intereses intocables de los amos de la des-comunicación en la Argentina. Se metió contra esa banda que nos impuso la dictadura del Papel Prensa. La banda quiere ser gobierno, siempre. A la banda estos días le está viniendo en sentido contrario un aluvión de voces calificadas que manifiestan su solidaridad con Morales: actores, escritores, periodistas, músicos, cantantes, jueces, organismos de la memoria, políticos uruguayos, hasta el canciller de ese país. En suma, que a la banda le salió la canalla injuriosa por la culata.
El domingo 29 de julio del 2012 después de Cristo, Jorge Lanata, relamiéndose como detective cínico, denunció el colaboracionismo de Víctor Hugo con la última dictadura uruguaya. Un asado y un brindis de ocasión le resultaron suficientes, al agudo pesquizador Lanata, para intentar dinamitar la credibilidad de un hombre que, a lo largo de los años, ha probado su coherencia. Eligió siempre los caminos más arduos, prefirió la vereda de los que tienen “las de perder”.
No intento defender a Morales. Lo dijo Estela de Carlotto: no hay que defenderlo, hay que acompañarlo. Y en eso estamos. Alguien, un pertinaz chupamedias, entredijo por ahí si yo, Rodolfo Braceli, después de la “revelación de Lanata” me animaría a escribir otra vez las casi 30 páginas del prólogo de “Un grito en el desierto”, el libro de Víctor Hugo.
Sí. Y sin sacarle una sola sílaba.
Volvamos al intento de aniquilar la credibilidad de Morales. El arte de la injuria tiene patas cortas. La reacción que provocó la servicial denuncia de Lanata fue instantánea: brotaron las voces éticamente más probadas de esta Argentina y también del Uruguay en los más diversos terrenos. Reaccionaron con apretada solidaridad para acompañar a un periodista que siempre eligió las posiciones más comprometidas y más distantes de la comodidad.
Si algo le faltaba al inmenso Jorge Lanata es poner, como lo hizo, todo su show en un gran canal de aire al servicio de esa banda que ejerció nuestra más larga dictadura, la dictadura de Papel Prensa. Queriendo decapitar la médula ética de Víctor Hugo, este Lanata no hizo más que explicitar un patético derrumbe moral, el propio. Derrumbe que se lleva puesto al gran periodista gran.
Memoremos: Lanata acuñó la más triste “frase del año” en el 2010 cuando dijo, con el triste coraje de su cinismo, que estaba harto, podrido del tema de la dictadura. Detalle: adentro de la palabra “dictadura” están miles de seres violados en vida mediante la tortura y violados en muerte con la negada sepultura. Y están más de 500 criaturas afanadas, muchas de ellas desde la placenta.
¿Este Lanata está dejando ver al verdadero Lanata?
Con su canallesco programa resbaló en su propio vómito y consiguió desnucarse. Pero, sin querer, consiguió algo más, extraordinario: que las Madres y Abuelas y los Hijos de todas las líneas, desde Bonafini a Carlotto, después de tanto se juntaran. Esta preciosa juntación sucedió para solidarizarse con Morales.
No disimularé mi amistad con Víctor Hugo. Compartimos muchos pareceres –lo escribí en el prólogo–, pero también hemos tenido diferencias hondas, como las del conflicto por la 125 que de repente volvió piqueteros de todo el mapa patrio a los dueños de la escarapela, a los señores muy aseñorados de la Mesa de Enlace, a los eructantes pontífices de la Rural. Pero en aquellas diferencias que tuvimos, muy dolorosas, pudo advertir la denodada tarea que él siempre hace sobre sí mismo para revisarse, para escuchar todas las campanas, para no caer en injusticias.
Ese denuedo de Víctor Hugo por respetar al otro surgió, otra vez, al día siguiente de ser injuriado por el sumo Lanata. Morales, aun desgarrado, habla largamente en su programa sobre el asunto, pero haciendo un tremendo esfuerzo para no destratarlo, hasta le dice que lo reconoce como “el mejor de todos”.
Y en esto no coincido con mi amigo Víctor Hugo. Pienso que Lanata no es el mejor. No se puede ser mejor cuando se usan armas perversas y se extravía bufonescamente la ética.
Hace rato que, como tantos, estoy en dudas. Mi duda con Lanata oscila: unas veces pienso que es inmoral, otras veces pienso que es amoral.
Al opinar que Morales enfrenta a una patota repugnante, cobarde, asquerosa, no dejo de reconocer que Lanata es un periodista nato, de reflejos y ocurrencias infrecuentes, ingenioso, de gran energía creativa. Pero a esta altura de los hechos ni en pedo diría que Lanata es el mejor de todos. Se desnucó el hombre.
A Lanata la ética y ciertos compromisos le parecen cosa de ingenuos. O de pelotudos, que vendría ser lo mismo. Alguna vez me lo dijo sacando pecho: “Yo no golpeo puertas, pateo puertas”. Ultimamente, su adhesión a los elefantes medios de des-comunicación, su complicidad con la “libertadura de expresión”, hacen pensar que Lanata con la ética se está limpiando su parte más escondida. Sí, se desnucó feo, fiero.
No lo digo con alegría: este Lanata no es un genuino inconformista. Se hace pasar por transgresor. Actúa de eso. Pero no puede ser calificado de “transgresor” alguien que justamente se subió a la banda de los poderosos.
Algo más: Lanata actúa, se las da de iconoclasta. Pero es el reverso de un iconoclasta precisamente por estar tan asociado, tan sumergido, tan sumido en los poderosos. Por lo demás es notable el goce que le produce su propia desnucación. Es innegable que Lanata es un profesional feliz: goza como un animal, está encantado con chapotear en la caricatura de sí mismo. Tiene asegurada la posteridad: hasta consiguió el aplauso de Cecilia Pando, la apologista de los asesinadores. Es indisimulable: a su show adhieren, aparte de la señora Pando, los millonarios de la Rural que se disfrazan de campesinos y, bajo el altar de Martínez de Hoz, cantan el himno nacional con más furia que los Pumas del rugby. Y los jóvenes saltarines del PRO. Y los chetos chetudos. Y las chetas chotudas. En fin, ese sector patrio que ha convertido el bolsillo en el único Dios y a la paranoia en una ideología.
(Dime, dime Lanata, quiénes adhieren a tu show periodístico, y te diré quién eres hoy.)
El caso es que hoy por hoy Lanata se retuerce imitando desesperadamente a su propia caricatura. Convengamos que le sale bien ese personaje basado en la imitación del Orson Welles de “El ciudadano”.
A Lanata le interesa cada vez menos descubrir “la verdad”. Lo que le interesa es el escándalo que esa presunta verdad pueda producir. Ha sido ganado por el erotismo del escándalo. Para conseguir escándalo, hace cualquier cosa: a veces hasta hace periodismo.
Al ponerse bajo el ala de los poderosos de siempre, de los que, como diría María Elena Walsh, tienen la sartén por el mango y el mango también, Lanata ya no luce como un transgresor. En todo caso encarna una robusta paradoja: la de un transgresor módico y servicial. Un triste transgresor de telgopor. Lanata presume de iconoclasta nacional. Un iconoclasta genuino jamás tendría la bendición de la señora Pando y los asesinadores, jamás tendría las simpatías saltarinas del conchetaje. Ideológicamente suena invertebrado. En todo caso Lanata es un iconoclasta de peluche.
Volviendo a Víctor Hugo: su seguimiento, documentado en los archivos del Servicio de Inteligencia (SID) de la dictadura uruguaya, demuestran que él no sólo no adhirió a esa milicada, al contrario, fue alguien incomodante y muy sospechado.
Reitero: me hago cargo de todas las sílabas que escribí prologando su libro. Y las retomo. Morales cada día hace, con la raíz del entusiasmo, un esfuerzo encarnizado para que entre el dicho y el hecho no haya un abismo. Ni haya un largo trecho. Para que entre el dicho y el hecho haya un puente sostenido por la porfiada siembra.
¿Siembra de quiénes? De los anónimos primordiales. Siembra regada por el amor a rajacincha y por una alegría abonada por la dignidad del pan de cada día y de cada noche, en todas la mesas. Del pan conseguido sin humillación, con las manos limpias, porque no nos lavamos las manos.
Para Morales, el ser o no ser radica en tener o no tener dignidad.
No es casual, su libro concluye con palabras atribuidas a Diderot: “Todo hombre tiene su dignidad. Yo estoy dispuesto a olvidar la mía, pero cuando yo quiera, no cuando otro me diga que lo tengo que hacer.”
Morales está entre los seres que recuerdan, sin feriados, que la dignidad es la forma más extrema de la libertad, la última cornisa de la condición humana. Que la dignidad es, como el pulso, la condición para estar, para saber que estamos vivos.
Posdata
Releo lo que acabo de escribir y me pregunto: ya que no vale la alegría, ¿valdrá la pena gastar tantas sílabas para analizar los sucesivos renuncios de un transgresor de morondanga, de un transgresor al revés?
¿Valdrá la pena invertir sílabas y energías y tiempo en un iconoclasta de peluche?
¿Valdrá la pena ese gasto cuando podríamos, por ejemplo, estar sonorizando ciertas buenas noticias que son traspapeladas por los elefantes medios de des-comunicación? (Medios incansables en esto de sembrar paranoia para desconsolidar la democracia, creando la insoportable sensación de “fin del mundo”.)
Me pregunto eso, pero sin embargo no me decido a borrar lo escrito. Estamos agarrados de los guevos y de las guevas por aquello de que “el que calla otorga”. Ante la duda mantengo lo escrito.
Lo mantengo, pero sin olvidar de que ya va siendo tiempo de que dejemos de ser comentaristas tardíos de canalladas consumadas. Si es por ser comentaristas, tenemos una buena cantidad de hechos para sostenerlos como noticia, a pesar de que son saludables. Hechos que estaban más allá de las utopías.
Lo mantengo a lo aquí escrito, sin dejar de saber que estoy dándole campana a un triste profesional del mero escándalo, pero sin olvidar un segundo que estamos en estado de pulseada. La pulseada siempre recién empieza. Debemos obligarnos al insomnio. Tendremos que aprender a dormir con un ojo abierto y el otro también.
Ya cerca del punto final se me cruza, de pronto, la imagen de una silla que vi el otro día detrás del teatro San Martín. La silla tenía sus dos patas delanteras quebradas, estaba como hocicando el suelo sucio al lado de un contenedor. La vi hincada. No puedo precisar por qué, pero esa silla así de hincada me hizo acordar a un comunicador, iconoclasta de peluche, que se enamoró de su propia caricatura.